lunes, 23 de abril de 2012

Amor sagrado (3/4)

Giuseppe temía por el honor de su añorada Livia. Corría grave peligro en las dependencias de Magliatti. Pero no se atrevía a hacer nada. Su amor estaba prohibido. Su sentido del deber y de la responsabilidad le atenazaba. Tampoco Livia disfrutaba plenamente de los cruces casuales por los pasillos. Se sentía pecadora y vil, y se castigaba por las noches con doble ración de azotes y extra de Ave Marías. El sufrimiento se agravó con el temido regreso del oscuro cardenal. A un amor prohibido y una virtud en interrogante se sumaba una jerarquía desviada y abusiva. No podían desobedecer al santo padre, pero tampoco admitir el retozo forzoso saltándose de un plumazo todos los preceptos católicos. Sor Liviana sentía que de un modo u otro se iba derechita al infierno. No podía entenderlo. Y surgieron las dudas espirituales. El amor a Pepino la liberó de la culpa, el remordimiento y la búsqueda de la virtud. Ya no quería ser monja, ni célibe, ni planchar los calzoncillos de monseñor Magliatti. Mucho menos arrugárselos. Sí. Dejaría la iglesia. Pero, ¿la seguiría Giuseppe?
La respuesta fue no. El padre Giuseppino consideraba su amor por Sor Liviana una inclinación natural de sus almas juveniles y fogosas. Admitía su debilidad y la controlaba. Pero su deber estaba antes. No podía dejar a Dios. Y no iba a servirlo sin el alzacuellos. Su relación con Livia sólo podía ser platónica. No era pecaminosa si no había pensamientos calenturientos. Pero a veces el atractivo cura también rezaba por las noches en señal de penitencia.
Aquella tarde apenas había servicio en la casa del cardenal Magliatti. A los que disfrutaban de permisos vacacionales se juntaron los que habían ido a la liturgia de Ratzinger en San Pedro. Eso incluía al propio cardenal, a Pepino y a varias monjas. Livia, sin embargo, estaba en la casa, casi en total soledad. Entonces apareció el cardenal aquejado de una indisposición. Livia le miró directamente a la cara. No parecía muy indispuesto. Más bien lo contrario: estaba muy dispuesto a ponerle los cuernos al Señor. Sor Liviana lo sabía. Decidió que aguantaría el chaparrón con resignación cristiana y nunca lo contaría a nadie.
Pero no hubo tormenta. El huracán Giuseppe apareció por la puerta y forcejeó con la mole de raso rojo. El sacerdote había sospechado que hoy era el día señalado y no estaba dispuesto a abandonar a su querida amiga. A su amor verdadero. A su vida hecha sueño. Arremetió contra Magliatti con tanta virulencia que lo tiró por las escaleras. El golpe pudo haberle roto dos costillas. O no haberle hecho nada. En lugar de eso, le fracturó el cuello y la vida. Andrea falleció rápido. Tenía los ojos saltones muy abiertos; la lengua medio sacada; la túnica rasgada por el forcejeo con Giuseppe; los calzones por los tobillos; las manos sudorosas; la tez demasiado blanca. A éste ya no había Dios que lo resucitara.
Giuseppe y Livia se salvaron en un abrazo redentor. La culpa, el miedo, la fatalidad… todo se disipó entre sus brazos de caramelo y la armonía de miradas extasiadas. Desde que Livia naciera, habían perdido veinte años de su existencia. Ahora todo tenía sentido. El sol parecía traspasar las paredes e iluminarles el alma. Y los ángeles del cielo parecían revolotear entre sus cabecitas cantando con voces de soprano. Nada importaba. Ni siquiera que el hombre más influyente de la cristiandad apoyase su mortaja en el piso inferior. El amor todo lo puede. Y ellos debían honrar a Dios a su modo. Ahora estaba claro.
El único problema era que habían cometido un asesinato, por muy accidental que fuera. Livia le pidió carretera y manta a Giuseppe, pero el sacerdote convino que debían asumir sus responsabilidades. Pese a la que les iba a caer encima, estaban felices. Lo que hace el amor verdadero. Fueron inmediatamente a las dependencias de Benedicto XVI. Le solicitaron audiencia al Camarlengo, quién les aseguró una espera breve. Tratándose del Papa podrían ser días o semanas. Sin embargo, a la mañana siguiente, sobre el mediodía, Ratzinger los recibió. Giuseppe y Livia le explicaron al Sumo Pontífice que se amaban a fuego y que debían servir a Dios juntos y no por separado. También le expresaron su deseo de casarse tan pronto como tuvieran disposición eclesiástica y penal para hacerlo. Que asumían sus equivocaciones y que esperaban su penitencia. Sin duda a esas alturas Benedicto ya sabía del accidente de Magliatti. Pero Ratzinger no les impuso condena ninguna. No vino la Guardia Suiza, ni los carabinieri, ni nadie. Tan solo escucharon un rezo del pontífice y una sábana de buenos deseos para el futuro. Eran libres de marcharse. Giuseppe intentó hablar, pero Livia lo cogió del brazo y se lo llevó entre reverencias al Santo Padre. Los trenes sólo pasan una vez, y éste corría mucho. El siguiente les llevó a Venecia. Flotaban en un sueño, y ni siquiera se habían besado.
El hotel Danieli era carísimo, pero la ocasión lo requería. Pidieron habitaciones contiguas. Todavía no sabían que hacer con sus vidas más allá de vivirlas juntos. Se casarían por lo civil, por lo religioso, por el rito balinés, rompiendo un cántaro, vestidos de Elvis, no se casarían…nada había sido planeado. De momento sólo anhelaban disfrutar de su preciada compañía entre los canales del mar Adriático.
Pero la felicidad plena a mitad de historia siempre es preludio de desgracia. Giuseppe empezó a comprenderlo cuando observó fugazmente la silueta inconfundible de Magliatti cruzando un puente sobre los canales. El fantasma se disipó inexplicablemente dejando al pobre sacerdote con pensamientos macbethianos: culpa, remordimiento, alucinaciones, locura y enajenaciones diversas. Livia intentó sin suerte despejarle la cabeza, pero el pobre Pepino ya estaba nublado por las brumas de confusión. El cardenal de la muerte volvió a aparecerse, esta vez a ambos, sobre el puente de Rialto. La verdad se abría paso a empujones entre el murmullo de la lógica.
Si necesitaban más indicios los tuvieron pronto. Facebook no miente. Y el de Livia decía que Jordi había muerto en extrañas circunstancias: crucificado boca abajo con un mensaje en italiano pintado en sangre propia sobre su pecho: “Para mi servicio personal”. Ambos se murieron de miedo, resucitaron de terror y continuaron asustados. Cardenal Magliatti estaba vivo, vivísimo, o había venido del infierno aprovechando que jugaba en casa. Giuseppe y Livia se apresuraron a coger un avión con destino España, pero antes de embarcar recibieron el segundo palo: Bambino, el primo pequeño de Giuseppino, había sido salvajemente empalado con una lanza de la Guardia Suiza de El Vaticano. Temieron por sus vidas, pero especialmente por las de sus seres queridos. La rabia y el dolor se amalgamaron en sus estómagos. Vomitaron impotencia y volvieron a tragársela. Para cuando llegaron a Zaragoza, los padres de Livia ya tenían una hija huérfana. Giuseppe intentó impedir que Livia viera los cadáveres, pero la muchacha insistió. Su madre había fallecido merced a una inexplicable alergia a la ostia sagrada de la comunión. Nunca había tenido antecedentes. En su entierro, la pesada losa cayó sobre la cabeza de su padre en sentido mucho más real que figurado tras otra fatalidad inexplicable. Los presentes quedaron catatónicos. Y la pequeña Livia, a la que se daba por desaparecida, no llegó a tiempo de nada más que de ver la dedicatoria de Monseñor Magliatti en las tres mil rosas que le mandó a la familia ante tan dolorosos sucesos.
Livia no quería seguir. Salió corriendo del cementerio y vagó sin rumbo por la ciudad. Llegó al puente de hierro y cargó su mochila con piedras pesadas. Cuando apenas podía llevarlas se tiró al Ebro. Sintió sus pulmones respirando agua y una oscuridad húmeda y reumática. Hubiera querido toser, pero la asfixia se lo impedía. Luego convulsiones, espuma por la boca y un dolor estomacal insufrible. No hay mayor dolor que matarse y quedarse a medias.


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