miércoles, 18 de abril de 2012

Amor sagrado (2/4)

Los nuevos estudios universitarios trajeron buenas noticias. Su grado en educación primaria iba premiado con cuatro becas Erasmus para Berlín, Pau, París y Roma. Livia consiguió la primera plaza sin discusión. Su nueva casa estaba a siete paradas de metro de El Vaticano. A sus padres no les hizo mucha gracia que la niña se marchase con 18 años a la ciudad eterna, pero no pudieron detenerla. Nadie en el mundo hubiera podido hacerlo.
La joven pasaba las mañanas en la facultad y las tardes registrando El Vaticano. Ni rastro de Giuseppe. El curso murió, y Livia abandonó su sueño de volver a ver al gran y único amor de su miserable vida. Su última noche en Roma iba a ser también su última velada en este mundo. Llenó su mochila con todos los libros de la facultad y se arrojó con ella al río Tíber. Sintió sus pulmones respirando agua y una oscuridad húmeda y reumática. Hubiera querido toser, pero la asfixia se lo impedía. Luego convulsiones, espuma por la boca y un dolor estomacal insufrible. No hay mayor dolor que matarse y quedarse a medias.
Suicidarse junto al convento de las hermanas de San Juan de Dios de la isla tiberina es lo que tiene, que igual llegan las monjas y te socorren cuando no quieres ser salvada. Pero las secuelas fueron terribles. Livia sufrió neumonía durante meses. Pareció que el señor se la llevaba, pero no había manera. Tampoco pudieron encontrarla sus padres. La corriente del río se había tragado la identificación de la muchacha junto con sus pesados libros de magisterio. Y las monjas no eran muy duchas a la hora de publicitar a una enferma convaleciente que se debatía entre la muerte y la muerte en vida tras las clausuradas paredes de su pétreo convento. Por eso se la dio por desaparecida de puertas afuera.
A los trece meses Livia Jiménez Rubio estaba preparada para casarse… con Dios. Nada tenía sentido fuera de su convento, con sus hermanas, dedicada a la oración y las pastas tiberinas. Era una novicia como había sido todo lo demás, ejemplar. Pronto se ganó la admiración de sus compañeras por su abnegación y sacrificio, y llegó el momento de ordenarse monja. La ceremonia sería la primera y única ocasión en que la hermana saldría del convento, pues era costumbre en Roma que el cardenal Magliatti oficiase los nuevos cargos eclesiásticos en la basílica de San Pedro.
Andrea Magliatti era un cardenal mucho más interesado en el poder que en la virtud. Aspiraba al trono de Benedicto XVI y era uno de los mejores colocados para sucederle o sustituirle, según las maquinaciones que pudiera estar orquestando. En todo caso, eran sobradamente conocidas en la Santa Sede sus inclinaciones carnales. Se le había visto frecuentando prostíbulos exclusivos y casas de altos cargos políticos. Tenía predilección por las jovencitas a las que a menudo doblaba o triplicaba en edad y peso, pues monseñor Andrea ya no cumplía los 57 y pesaría más de 99 kilos. Sin embargo, tan enrevesados eran los tentáculos de su influencia que nadie osaba decir ni cuestionar nada, ni siquiera el Santísimo Padre, que bastante tenía con aprender español inteligible y navegar por el blog del Pontificado con un mínimo de dignidad.  
El santo día de la ordenación –o de la recolección, como solía considerarlo Magliatti– había más de setenta nuncios esperando jurar su cargo de rodillas ante el cardenal. Éste aprovechaba para seleccionar monjas para acomodar sus dependencias. Siempre eran muchachas jóvenes y hermosas. Ninguna osaba rechistar, aunque la mayoría ya sabía lo que significaba ponerse al servicio del orondo cardenal. La virtud también consistía en obedecer sin cuestionar y saber guardar silencio.
Todo eso no lo sabía Livia, o desde ese día Sor Liviana, pero Sor Bámbola se lo estaba explicando cinco minutos antes de que besase el anillo del santo padre cardenal Magliatti. A tenor de sus ojos de cuervo clavados con intensidad en el rostro de la novicia, no cabía duda de que Livia sería apartada para el servicio personal de su santidad. Y ella no iba a pasar por eso. Se casaba con Dios, no con su monseñor. Su mirada era desafiante y colérica. No se lo iba a poner nada fácil al baboso. Pero cruzó su mirada con la madre priora del convento, y ésta le indicó con un sesgo fulminante que ni se le ocurriera negarse a la voluntad de Magliatti.
Pero Sor Liviana no iba a ceder. Presentó un duelo visual con su antagonista. Él la miraba con lascivia. Ella con arrojo y desprecio. La tragedia estaba cogiendo asiento en primera fila. Las monjas del convento bajaban la cabeza para no contemplar el cisma irreparable. De ésta las mandaban a todas a la selva colombiana de misiones. Magliatti esperaba el momento con un creciente regocijo. Hacía años que nadie le presentaba batalla. Disfrutaba pensando en cómo iba a humillar a aquella novicia arrogante. Livia preparaba su negativa con furia escondida. No tenía miedo. Ya nada importaba. Si Dios quería eso de ella, es que Dios era mentira o también le tenía miedo al retorcido cardenal.
Sólo quedaban dos monjas para el estallido confrontacional. Llegó el momento. Livia besó el anillo con distancia. Magliatti hizo el gesto inequívoco de “para mi servicio personal” esperando una reacción colérica de ella. Pero nunca llegó la sangre al río. Sor Liviana estaba en trance. Obedeció como un corderillo. Su mente estaba en otro lugar. Había visto la luz. Al menos, eso pensaron sus hermanas. En realidad, Livia había visto cojear al sacerdote que acompañaba al cardenal. Era Giuseppe.
Sor Liviana tardó tres meses y catorce días en coincidir con el padre Pepino, Giuseppe. Aquella tarde de lavandería pudieron ponerse al corriente de sus desventuras. La sola dicha de compartir siete minutos a solas compensó a ambos de todas sus tribulaciones. Así supo la joven que el accidente que tuvo Giuseppe con la lanza clavada en el metatarso le costó el puesto. No había guardias cojos. Pero pudo continuar su carrera eclesiástica y ordenarse sacerdote. Durante los últimos años se había debatido entre el fervor a Dios y el amor terreno por una muchacha española, sin poder despachar de su corazón a ninguno de ellos. Giuseppe también conoció de las nuevas inclinaciones pías de su amada, y de sus nunca olvidadas aspiraciones sentimentales con un soldadito de la guardia suiza de El Vaticano. Estaban felices de poder compartir su rutina entre los mismos muros. La sotana le confería un aire interesante al joven, y el hábito de monja destacaba la pureza del rostro de Livia. Si era un duelo entre el amor terreno y el divino, Dios llevaba las de perder. Pero no su representante: Magliatti había procurado tener cerca a Livia con el propósito de intimar, y sólo la habilidad de la monja para evitar quedarse a solas con el honorable padre le había mantenido lejos de excesivos afectos cardenalicios. Pero el tiempo se agotaba. Monseñor Andrea llevaba un mes en misión diplomática en Rusia, y a su vuelta esperaba cerrar cierto asunto con Sor Liviana. No soportaba perder, y tampoco le gustaba esperar.

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