Era la primera ocasión que Livia Jiménez Rubio visitaba el Estado Vaticano. El viaje satisfacía en ella una doble ambición. Por un lado, la muchacha se desmarcaba del somero control paterno al que sus progenitores la sometían. No es que le exigieran una vida de prudencia y sacrificio, aunque Livia tampoco adolecía de ellos. No en vano era de las mejores de su clase en rendimiento escolar. Nunca llegaba la primera ni se iba la última en las fiestas. Frecuentaba poco los botellones de sábado y rara vez bebía más de lo que quería. Para ella, la amistad no era emborracharse hasta superar a su mejor amiga en intoxicación etílica. De un modo u otro, la pequeña Livia siempre estaba en su sitio. Pero tenía quince años. Y a esa edad pocos son los que aceptan todo lo que dicen los de arriba. Por eso tenía ganas de sacudirse la autoridad parental aunque tuviera que irse de viaje de estudios para ello. Conocía a los profesores y confiaba en disfrutar de muchas más licencias de las que tendría en su habitación.
El segundo motivo por el que Livia Jiménez deseaba conocer El Vaticano era menos rebelde y más existencial. Empezaba a tener sus primeras crisis de fe. Antes creía y rezaba sin plantearse cuestiones metafísicas, aunque sin caer en el fanatismo religioso. Pero el accidente mortal de tráfico de su mejor amiga le resquebrajó los cimientos espirituales y ella, acostumbrada a la solidez de sus preceptos y a la seguridad de sus esquemas, temía profundamente que se le cayera el edificio. Un peregrinar por la catedral de la cristiandad podría esclarecer sus dudas y decantar sus fervores.
Las paredes de El Vaticano no reforzaron sus axiomas. La suntuosidad y poderío de la iglesia obró en ella una suerte de distanciamiento empático. ¿Dónde estaban la humildad y la pobreza de la que hacían gala los maestros de la cruz? En cada estatua, columna, capitel, capilla, obispo y cuadro Livia creía ver lo mismo que en Las Vegas, Disneyland o Marina d’Or: negocio puro y duro. Tampoco comulgaba con otros preceptos cristianos como la sexualidad exclusivamente procreadora, la condena de todo tipo de hedonismo, experimentación carnal, aborto, eutanasia o diferencia ideológica. Para cuando salió por la puerta grande de San Pedro su religiosidad ya se había hecho muy pequeña. Necesitaba creer en algo y el catolicismo le había decepcionado.
Entonces su alma se llenó de Giuseppe. Sus miembros quedaron inertes, como flotando en un cosquilleo hormigueante que les comía la sensibilidad motriz. Livia creyó levitar entre cúmulo-nimbos cuando vio al jovencísimo soldado de la Guardia Suiza solemnizando la puerta lateral izquierda. Sus rasgos mantenían la compostura del cargo. Sus ojos se perdían en el infinito, como si pudiera ver más allá de las gruesas columnas de granito. Era un muchacho apuesto, de unos 22 años, tal vez menos, aunque el uniforme le confería mucho porte. Tenía la piel blanca y suave, los labios deliciosos y el mentón anguloso. Livia no consiguió captar su mirada, y lo único que pudo hacer fue cortar su trayectoria visual superponiéndose sobre ese horizonte insondable que el joven oteaba. Sus ojos pues se cruzaron, y el mundo se hizo añicos, colisionó contra sí mismo y se detuvo congelado en millones de partículas.La mirada de Giuseppe desprendía tanta ternura que Livia se re-enamoró mil veces hasta reventar de plenitud y dicha. Aquello era algo nunca dibujado, escrito o soñado por ningún artista, poeta o ideólogo. Lo que ambos estaban sintiendo en ese colapso de miradas dejaba el amor en artificio barato, sucedáneo de lo verdaderamente pasional, como si lo conocido hasta la fecha no fuera sino las sombras de la verdad en el mito de la caverna de Platón.
Livia no supo cuánto tiempo estuvo enganchada a los cristalinos eternos de Giuseppe. Por momentos, pareció perder millones de neuronas hasta rebajarse al punto de la idiotización. El amor tiene estas cosas. El de verdad ya te deja para el loquero. Las risas generalizadas de sus compañeros de instituto no la descolgaron del trance. Tuvo que ser Jordi Solans el que la zarandeara sin ternura hasta recuperarla para la causa. Jordi no era el mejor amigo de Livia, pero le tenía un afecto verdadero. Era un chico heavitrón de fuertes inquietudes científicas y gustos musicales duros. Su toque siniestro no engañaba a nadie. Era un muchacho desprendido y de gran personalidad. Un genio de corazón tierno. Sólo así se explica que se empeñara en fotografiarse con un crucifijo gigante o con unas monjas enseñando su camiseta heavy del anticristo. En un mundo donde todos se empeñaban en aparentar ser mejor de lo que realmente eran, Jordi fingía ser peor de lo que delataban sus ojos bondadosos. Pero el engaño era tan obsoleto como inocente.
Livia recuperó el habla, pero su mente continuaba a kilómetros de distancia, bailando sobre las estrellas con Giuseppe, y su vals desprendía briznas de plata sobre el firmamento que los niños podían admirar con sus enormes ojos abiertos y la boca en escorzo de asombro absoluto. Los compañeros seguían riéndose de su empanamiento sentimental, pero su rostro destilaba una belleza que no parecía tener antes, como si un foco estuviera permanentemente iluminando sus facciones.
Marcharon a la Plaza de España de Roma, pero ella continuó en El Vaticano de mente presente y cuerpo ausente. Pasaron las horas y la pobre Livia seguía atrapada en un sueño. Ella, que nunca derrapaba un ápice sobre el tapiz de la vida, caminaba ahora con pisadas de fuego arrasando la alfombra a su paso. Creyó morirse de pasión pero de su corazón resurgía una fuerza incontenible cual ave fénix en época de apareamiento. El amor la había matado y ya no era ella. Sólo era Giuseppe. Todo su universo era él y Livia podía sentirse ínfima frente a una partícula de polvo que rozase su uniforme azul cobalto. Tenía que volver a verlo o arrojarse al Tíber.
La mañana siguiente los chicos tenían tiempo libre para comprar chuminadas o, en el caso de Livia y Jordi, para conseguir la foto con las monjas o el Facebook de Giuseppe. Realmente el muchacho metalero hubiera podido prescindir de su recuerdo con las hermanitas, pero era una buena excusa para hacerle el favor a Livia sin que lo pareciera realmente. El apuesto soldado seguía allí, tan flemático y bimbollesco como siempre. Esta vez Livia no se fue sin regar sus oídos con la melodía de ambrosía que emanaba de los labios carnosos de su amado. Su voz era dulce y firme, calmada y templada. Su contenido, sin embargo, era un poco más desolador. Giuseppe y Livia compartieron sus nombres, pero el joven no quiso darle más datos a la desgarrada muchacha. El Vaticano no permitía el contacto virtual de la Guardia Suiza con el mundo exterior. Giuseppe no tenía Facebook, twitter, tuenti, email, móvil, fijo, dirección, blog, whatsapp o apartado de correos. O tal vez no estaba interesado en la quebradiza jovencita, cuyos ojos ya se inundaban al baño maría. Tan intensa era la tristeza de Livia que el dolor pasó por ahí y se sintió afortunado. Jordi no sabía cómo recuperar a Livia. De seguro se arrojaba al Tíber. Pero los ojos de Giuseppe también sufrían una aflicción de mil infiernos. Tan irrefutable era su agonía que tuvo que clavarse la lanza en un pie para justificar su llanto ante el Camarlengo que revisaba las tropas. Surrealista, pero efectivo.
Livia acabó cuarto con mucha más pena que gloria. De hecho, casi se cargó el curso. Su media bajó de 9’5 a 5’8. En bachillerato retomó sus calificaciones reales pero nunca fue la de antes. No hablaba con nadie, no reía, no sentía. Seguía nadando en alta competición pero no parecía llenarle. Su mente estaba en el país más pequeño del mundo.
¿Y qué puedo decir? Una historia preciosa, Dry.
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