martes, 28 de junio de 2011

1004 (2/2)

Tres semanas después el celular personal de Fernanda sonaba con intención. Acostumbrada a telefonear a clientes de la lejana España durante turnos de ocho horas, contestar a su propio móvil no le producía ninguna alegría ni sorpresa.

–¿Alo? –dijo Fernanda.
–Buenos días. Le llamo de alcohólicos anónimos –contestó Marcos.
–Ay, pero ya déheme, pues yo no tomo.
–Es una campaña preventiva. Conteste a estas preguntas.
–Ay, pero no puedo atenderle, que ahorita me esperan en el trabajo y resién llego tarde.
–¿Ha tomado usted pescado con salsa de vino blanco?
–Pues de repente alguna ves, pero no recuerdo cómo.
–Alcohólica. Es usted una enferma. Le apunto al registro de alcohólicos anónimos.
–Pues no me diga más, que me jode con esas insinuasiones. Recién voy a colgarle.

Fernanda Valenzuela cerró la conversación con gran enojo. No le gustaba que un guacamayo español le llamase borracha a las primeras de cambio, ella que no tomaba. Le pareció muy grosero meterse en la vida de los demás sin haber sido invitado. En ningún momento reparó que su trabajo, el mismo al que se dirigía, consistía precisamente en eso.

Durante ocho horas y veinte minutos se empapó de tarifas búho capensis, ballena parda, gallinácea y artrópodo, y lo que es peor, se las metió por las orejas a todo bicho viviente que residiera en España y no tuviera contrato o tarjeta con MoviStar. Acabó la jornada y llegó a casa reventada, con la voz bajo mínimos y la paciencia desquiciada. Se desnudó, se metió en la bañera y entonces sonó el teléfono. En circunstancias normales Fernanda no hubiera abandonado el calor húmedo del baño, pero por azares del destino esperaba que Carlos Roberto le llamase para formalizar una cita. La verdad es que el guey era apuesto y tenía mucha plata. Fernanda salió chorreando y se abalanzó sobre su Vodafone Todo Incluido.

–¿Alo? –contestó la teleoperadora con un ánimo desproporcionado.
–¿Señorita Valenzuela? –preguntó Marcos con toda su mala uva–. Le llamamos del Canal Internacional de TVE.
–Ah, pues ya me cuenta otro día, que ahora espero una llamada importante, ¿sí?
–Pero señorita, aún no le he contado la magnífica oferta que le ofrecemos por ser ciudadana de Ciudad Guayana.
–Ya le dihe que no puedo platicar. Muchas grasias. Adiós.

Fernanda colgó con un cabreo impresionante. ¿Cómo podía la gente ser tan pendeja? ¿Pues no veían que una había estado matándose todo el día para que luego llamara el primer guey a dar la matraca? Volvió a la bañera con tan mala sangre que pensó que el agua se teñiría y se llevó el celular por si Carlos Roberto se decidía. Desgraciadamente, aquella noche el galán parecía estar indeciso.

Durante los siguientes dos meses el teléfono de la pobre guayanesa no paró de sonar: cuatro, cinco, siete veces al día. Pronto adivinó la jaca, pese a no ser muy aguda, que era siempre el mismo guey, un tipo con acento español. Empezó a aborrecer el móvil hasta el punto de apagarlo varias horas al día, y sólo lo encendía para oír al pesado ese llamándole constantemente, a veces desde teléfono oculto, otras desde una cabina, otras desde diversos móviles de Orange o MoviStar.

Llegó un momento en que trabajar era lo mejor del día y su tiempo libre se había transformado en una pesadilla telefónica. Fernanda acabó desquiciada. Avisó a la policía, cambió de número, de piso y de carro, pero el misterioso gallego seguía llamándola una y otra vez sin que los agentes de la ley pudieran cogerle. Continuó su deterioro. Se volvió irascible, grosera e impaciente con los clientes. MoviStar España la echó a la puta calle y se las ingeniaron para pagarle cuatro bolívares. Cedió su pisito, el carro y su vida entera. Hasta Carlos Roberto había perdido el interés en ella.

Dicen las malas lenguas que malvivió a base de negocios inmorales, ilegales o ambos a la vez. La gente de bien olvidó su nombre y pasó a ser “la Gastada”. Lo peor para la mozota, sin embargo, era no saber quién era aquel malnacido acosador telefónico y por qué la policía nunca había conseguido dar con él en los trece meses que duró el hostigamiento.

Marcos Pérez volvió satisfecho de su año sabático en Venezuela. Él era así: excéntrico, caprichoso, excesivo y lleno de obsesiones. Lo mismo le daba por fingir que era pobre y no tenía trabajo que se gastaba un pastizal en viajar a Ciudad Guayana para atormentar telefónicamente a una operadora pesada, cambiando de celular, evitando el rastreo y sobornando a la policía local con millones de bolívares. Con semejantes antecedentes, a ninguno de sus ocho mil empleados le chocaba que el presidente de MoviStar tuviera un móvil Orange para uso personal.

3 comentarios:

  1. La venganza es un exceso que se paga, tanto como permita el bolsillo. Por eso me conformo tan sólo con tirar piedrecitas a la máquina, en vez de joder al maquinista, tal como lo hizo el Marcos Perez.

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  2. Por eso se llama 1004. Es el número de veces que te llaman antes de darse por enterados.

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