La acera, de Lorenzo Martínez Aguilar, es una bofetada burlesca a los valores cotidianos del hombre metropolitano, de una tragicomicidad tan insultante como surrealista. El antihéroe de la historia, Prometeo Nasarre, es un animal urbano de la misma pasta que cualquier otro neoyorkino, londinense o madrileño: Un ser atrapado en un mundo de prisas y acelerones de una urbe inmensa, frecuentemente empujado más que dirigido a una rutina tediosa y mucho más desesperanzadora de lo que está dispuesto a admitir, quizá porque nunca ha reparado en ella. Y tal vez por ello el destino le pone la zancadilla es un momento exento de solemnidad, y le obliga a observar la realidad y sus naufragios desde el remolino y no desde la proa del trasanlántico. La verdad del protagonista deja de ser transparente y plana, para transformarse en una joya poliédrica de cortantes aristas. El mundo, mientras, continúa su trajín sordo sin mirar al naúfrago, quizá acostumbrado a los delfines y los tiburones de la metropolidad.Resulta irónico que el autor escoja Prometeo como nombre a su personaje. Prometeo fue el titán que legó el fuego, símbolo de conocimiento y progreso, al hombre, so pena de ser duramente reprendido por el orgulloso Zeus. Ha inspirado a Percy Bysshe y Mary Shelley, a Esquilo y a Freud. Con semejantes antecedentes, Lorenzo Martínez nos avisa con precisión hitchcokiana que su pupilo va a acceder al conocimiento último y ser castigado por ello. Pero el guiño es tramposo, puesto que la secuencia se invierte: Sólo la desgracia le permite desprenderse de la ceguera selectiva del urbanita.
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Sin testigos es un relato de Javier López Vélez de efecto-causa, anacronismo hábil que embriaga y engancha al lector a descubrir todos los porqués. Si en el anterior relato el lienzo catapulta las divagaciones más filosóficas, en este la tela plasma el instante y lo dibuja con pinceladas de ritual. La gravedad de la muerte vuelve héroe al villano y lo eleva a la categoría de intocable. Y al simple mortal bueno, sin enemigos, lo beatifica y endiosa hasta implicarnos de la indignación creciente de una familia ensombrecida por un momento negro. Javier López desenrolla el dolor como si fuera una alfombra persa y nos desvela las caprichosas geometrías de la existencia humana, sacudiendo el polvo y soplando las pelusas como el comerciante que esconde los defectos de la pieza y resalta sus artesanales virtudes y sus laboriosos detalles. La sed del lector no se calma con cada trago de información, sino que se agudiza con los qués, quiénes, cómos, cuándos y dóndes. Curioso licor, cuando lo único que puede apaciguar la necesidad del que lee es la respuesta última, esa que hace confluir las tramas, cohesiona la historia y satisface todos los porqués de las últimas trece páginas. El sorbo final tiene regusto profundo y fuerte, y una sempiterna sensación de no haber disfrutado con poso suficiente del resto de la copa.
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El desenlace deja claroscuros que alimentan teorías encontradas sobre el origen del pintor, su desencadenante o su catadura moral, que a mi entender se ofrece abierta a valoraciones generosas o condenatorias. Con todo, la atmósfera que se respira en el cuento debe parte de su aroma a las neblinas londinenses del destripador whitechapeliano y a las dimensiones artísticas de las pulsiones más oscurecidas del irracionalismo humano.






