
Lo primero que cambia uno al
vincularse –aunque sea interinamente– a uno de estos lugares es la
terminología. Los eufemismos impregnan las estancias tanto o más como las
humedades y las desolaciones. Así, ya no hablamos de cárcel, presos, carceleros o alcaides. Eso ha pasado a la historia
con Alcatraz y Cadena perpetua. Aquí solo hay centro
penitenciario, internos, funcionarios y directores.
Lo segundo que se modifica es la
percepción del riesgo. Intramuros reina la aparente socialización reconductiva
de los penados. Por eso no es extraño quedarse a solas con un interno, o con
muchos, en una misma estancia. Antes de que me lo pregunten, sí, te pueden
rajar, pinchar, amenazar, clavarte el boli en el ojo o esas otras cosas en las
que están pensando.
Qué manía hay fuera con que dentro la necesidad hace a los hombres
cambiarse de acera. Pero si han superado la tentación de hacer chistes con la
pastilla de jabón en las duchas les hablaré un poco más allá.

Decía que los internos son
pacíficos. Todo lo tranquilo que se puede ser cuando uno sabe que para ganarse
la libertad por la fuerza hay que atravesar siete puertas enrejadas. No. Los
motines son cosas de película. Precauciones, todas. Peligro real, poco. Los
muchachos siempre tienen mucho más a perder que a ganar saliéndose de la norma,
por eso es poco frecuente los arrebatos de indisciplina. Las medidas punitivas
son demasiado severas. Y no hablo de palizas, vejaciones y duchas de agua fría.
Ya les dije que habían visto demasiados filmes. Me refiero a pérdida de
prebendas (chabolo individual, módulo ventajoso, retirada de permisos o
exclusión de talleres).

Cuando alguien piensa en esta
gente se queda en la corteza: asesinos, violadores, pederastas, butroneros,
drogadictos, traficantes, atracadores y terroristas. No puedo quitar la
etiqueta en ninguno de los casos, pero más allá de los delitos cometidos, se
abre una disyuntiva insalvable. ¿Qué hacemos con ellos? ¿Los metemos en una
jaula, tiramos dentro un machete y apostamos por el negro de los brazos
tatuados?

Los camellos presumen de que no
han matado a nadie. Mismo discurso que esgrimen los que no llevan rojo sangre
en las manos. Poco importa. Salvo casos de mala suerte, o de riesgo grave de
exclusión social, la mayoría son personas que de un modo u otro han cruzado una
frontera y nunca podrán volver atrás. Seres humanos incapaces de
autocontrolarse, atrapados por la ira, la adicción a las sustancias, las
piernas abiertas, la fanfarronería o los ideales radicalizados. Gente que
sabes, solo de hablar con ellos, que volverán a delinquir tan pronto como haya
ocasión, tal vez porque no pueden hacerlo de otro modo, porque no saben existir
sin seis rayas de coca al día o sin vivir a todo trapo.

Luego están los
institucionalizados. Aquellos que ya no pueden subsistir fuera. No están
preparados. Lo más complicado que tiene la vida es vivir. Tomar decisiones,
enfrentarse a los problemas, sufrir y madrugar. En prisión la existencia es
tedio puro, pero no hay que asumir responsabilidades. Los horarios están
definidos; hay turnos de gimnasio; algunos trabajan en talleres y ganan algo de
dinero para su día a día, que proporcionalmente es más de lo que perciben
fuera, donde la cama y el plato no están puestos, por muy lóbrega que sea una y
poco suculento el otro.

Me dijo “a qué no tienes cojones de disparar”, y le pegué un tiro. Por
eso estoy aquí, pero es injusto. Yo no quiero frivolizar con esto, pero el
amigo tiene razón. Si es que lo provocaron. Y el otro, ¡a qué se muere! Por
joder, fijo. Así son gran parte de los internos, especímenes que prefieren
reventar cabezas antes de que les vacilen, que cambian dos minutos de
humillación verbal por dos años de prisión. Y, tiene cojones, les compensa.
O
eso dicen. Tal vez sean demasiado orgullosos para admitir que metieron la pata.
Como mucho, presumirán de que su único error fue que les pillaran.

Luego están los toxicómanos.
Estos dan mucha pena. Venderían a su madre por una raya. Están pasadísimos y
necesitan lo que sea: una pastilla, unos gramos, un porrito, metadona, chicha…
Sus dientes notan de sobra los estragos de la cocaína. Sus neuronas corretean
en peligro de extinción por un cerebro hecho gruyere. Son débiles, están
atrapados física y sustancialmente, y tienen la autoestima de un patinete sin ruedas
en el box de Mercedes.
En todo caso, nada agradecen más
todos ellos que una sonrisa y una mirada limpia. Sin miedo. Sin desconfianzas.
Sin condescendencia. Quizá el mayor error de algunos que pasan por aquí en su
relación con los reclusos es sentirse superiores y hacerlo explícito.
Quizá el
mayor defecto de los internos, más allá de no saber controlarse, es
autocompadecerse hasta competir con el de fuera en grados de desgracia. A nadie
le interesa tu mierda. Si vienes llorando y frivolizando las dificultades
ajenas nunca podrás empatizar, porque todos tenemos problemas.

Si ustedes salvan esa distancia y
consiguen escucharlos, comprenderán que son como niños, que necesitan unas palabras
de refuerzo, que les toques el hombro al pasar a tu lado, que son alumnos, no
criminales. No digo yo que ahí fuera todo sería distinto. Siempre he defendido
que a las personas hay que conocerlas de buenas y de malas.
Confieso que al 80
% de estos no me gustaría cogerlos en un día de furia. Y poco importa que
dentro hayamos establecido cierto vínculo. Si no son capaces de cuidar de sí
mismos… ¿cómo esperar que sean más respetuosos con el prójimo que con su propia
dignidad?

No sé si he desarrollado un estocolmo.
Puede ser. Pero hay algo que puedo afirmar con rotundidad. Al igual que aquel
año que tropecé con un autista en un campamento, este curso he aprendido mucho
más de lo que he enseñado. Historias de perdedores, de hedonistas, de ansiosos.
Historias de personas que se bebieron la vida de un trago y cogieron tal cogorza
existencial que todavía les dura la resaca. A algunos hasta 2020. O lo que diga
el juez.