martes, 20 de mayo de 2014

La residencia

Érase una vez una coqueta residencia de estudiantes con 194 habitaciones distribuidas en cinco módulos: verde, amarillo, rojo, azul y negro. Las diferencias entre ellos eran manifiestas. 
El rojo era multicultural, con un ala moderna y otra tradicional. En total, 35 dormitorios. Algunos, auténticas suites; otros, chabolas emparedadas. La mayoría de residentes de la zona clásica se mudaban por las noches al área moderna, y si el conserje no les pillaba, se quedaban ahí todo el curso.
El amarillo presumía de una decoración exótica y misteriosa, de profundas y arraigadas creencias, de honorabilidad y tradiciones milenarias. Muchos de sus integrantes, pese a ello, estaban a la gresca o malvivían en condiciones infrahumanas, masificados, insalubres y destartalados.
El módulo azul era pequeño, tranquilo, alejado del ruido. Sus catorce habitaciones eran una invitación a otro ritmo de vida. Las vistas, además, eran privilegiadas.
La zona negra era grande, pues albergaba nada menos que 54 habitáculos. La mayoría, en un estado lamentable: atestados, poco higiénicos, con un comedor casi en ruinas… Para colmo, unos cuantos abusones se habían hecho fuertes en los dormitorios y no dejaban vivir a los demás.
Pero esta historia no ocurría en ninguno de los módulos anteriores, sino en la unidad verde. Era ésta un área pequeña, aunque llena de vida, variedad y miles de atractivos. Sus 50 habitaciones crepitaban de alegría, heterogeneidad y rincones pintorescos. Quizá adolecía de cierto regusto decadente, pero bien armonizado con oportunas reformas en las distintas dependencias.
Las visitas a otros módulos y habitaciones estaban reguladas, aunque en principio no había mayor problema. Otra cosa era quedarse a dormir, para lo que se necesitaba un permiso especial. Las dependencias del área roja moderna y el módulo verde eran los más solicitados, incluso por los residentes de la misma unidad.
Una brisa de rumores ventilaba los pasillos de la zona verde. Se decía que en una de las habitaciones sur, España, corría el alcohol y el sexo desenfrenado. De hecho, cuando las españolas caminaban por el pasillo, podían oírse silbidos y piropos más o menos soeces, más o menos chabacanos, a veces hasta ingeniosos.
Los residentes que más habían interiorizado esta fama, y que más la exteriorizaban al colarse en la habitación, venían de Alemania e Inglaterra, dormitorios tradicionalmente muy bien considerados en la residencia. No había noche que no se zumbaran a una española o que no dejaran su marca territorial vomitando en el rellano de España; a veces, hasta en la colcha.
Los estudiantes de la estancia sureña empezaban a cansarse de tanta resaca, exceso ajeno y sobredosis de fiestuki y otras sustancias, pero los alemanes e ingleses pagaban bien por vaciar el mueble bar de España, y eso era pasta para hacer el master. Había cosas peores. Las estudiantes provinientes de la zona negra cobraban por sexo. También las colombianas y venezolanas. Hasta las rumanas y búlgaras.
Un día la abuelita de Calella, una de las niñas del dormitorio, llegó por la mañana y se encontró a su hija cansada, ojerosa, tirada en el suelo, roncando entre potadas de anglosajones, mientras su cama estaba ocupada por alemanes borrachos con los pantalones por los tobillos, y se preguntó si todo aquello merecía la pena. El master era el master, pero las lágrimas secas de su nieta, ahogadas hacia dentro, gritaban sordas que no.

2 comentarios:

  1. No hay nada como la época de estudiante, nada...Ja ja ja...

    Saludos Drywater.

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  2. Que recuerdos me ha traído el leer tu post, Dry. La facultad. Los amigos. Ese piso de estudiante hecho una mierda. Aquellas chicas q caían en la trampa o se dejaban caer. Esa casera diciéndonos q no echásemos la pota en la moqueta. Ay!! que tiempos. Gacias Dry por haberme hecho ser joven por un buen momento.

    Abrazos genio maño!!

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