
El episodio que dinamitó mis
neuronas al respecto de este ensayo ocurrió hace ya una semana larga, cuando la
autopista de vacaciones venideras todavía no tenía horizonte conocido, pese a
que el trayecto ahora se me acaba en doce horas.
El caso es que ahí estábamos,
ante la imposible tarea de elegir un hueco de playa cuando la tienes casi toda
para ti. Fácil, ¿no? Unas chavalas echándose unas risas en Sebastopol y unos
maduritos en el quinto pino –bueno, palmera–. Genial. Cincuenta o setenta
metros de intimidad, compartida circunstancialmente por el perro de la vecina
que se está pateando toda la costa –a estas alturas habrán llegado lo menos a
Algeciras–, y unas perpectivas fabulosas para que nada de eso cambie.

Error. Se me olvidaba la gente
del otro parecer; los que no saben buscar un espacio desierto –claro, tanta
arena– si no es con un punto de referencia, a ser posible a menos de ocho
metros y que tengan pinta de querer estar solos. Pero… ¿por qué tener un grupo
de vecinos no deseado cuando puedes tener dos?
¡Dónde va a parar! Y así, en
menos que re-pasa el parapente a motor que incluyen todas las playas del mundo
–es de suponer que era una cláusula que tuvo que firmar dios cuando creó el
mundo–, ahí teníamos a la pareja joven de bañador Pepito Piscinas y a la
familia de mediana edad con niño.

A mí, sinceramente, no me da
igual. Yo entiendo que en Salou hay que colocar la toalla donde no haya pierna
y punto, no queda otra, pero… ¿entre Santa Susana y Pineda de Mar? Joder, si es
que estaba todo vacío, menos nuestro cacho, en a tomar por culo. Y encima va
una y se pone a hacer topless, mas no la chavala nini, no. ¡La maruja!
Decía, ahora ya más en serio, que
el ser humano busca la compañía o la soledad. Yo soy más de los segundos,
cierto,
y me cuesta comprender ese afán por estar cerca de desconocidos
–pudiendo elegir intimidad toallística, se entiende–. Tal vez los “sociales”
tienen una vida aburrida y prefieren imbuírse un poco de la miseria ajena, de
sus pequeños cismas filosóficos, de sus palabras diminutas de amor eterno y
cotilleos de terceros que nunca llegarán a conocer. Tal vez hay gente con una
existencia tediosa, anodina, poco aventurera y menos emocionante. Quizá es que
les gustaría gastar el comodín del público y la llamada era para ti.

En todo caso, los que buscamos el
anonimato, la paz y el autismo físico, siempre optaremos por soluciones que nos
aislen de todo esto. Por ejemplo, viviendo en urbes grandes, donde uno puede
existir rodeado de
seres a los que no conoce ni falta que hace, cogiendo un
capazo de cada mil personas con las que se cruza, acompañado por la soledad que
confiere esa moderna costumbre de buscar la felicidad estanca en los allegados
y los demás que arreen. Sólo así se entiende que en Navidad gastemos muchas
horas y euros en regalar afecto del Corte Inglés y después le hagamos la cobra
al indigente de la puerta. ¿Me pone un chupito de contradicción? Es que soy
abstemio.
