
Nueva revisión del cuento
clásico, ya convertido en mito, sobre la belleza interior y el amor por encima
de apariencias y prejuicios.
La versión de Gans resulta un
poco gélida, no tanto por las paredes de hielo que rodean el fabuloso castillo
y vastos jardines del hombre-jabalí –león en este viaje–, sino por el abuso de
las técnicas digitales para recrear paisajes de ensueño, frondosos bosques
hechizados y ricos colores. El resultado es correcto, pero a veces se echa en
falta un poco más de realismo, de imperfección.
Los actores están bien
trabajados, empezando por un Vincent Cassel bastante reconocible bajo la barba
de felino, y la dulce Léa Seydoux, que da gusto sólo de admirar su hermosa
fisonomía. Además, la química entre ellos funciona bien, sin grandes alardes,
quizá abandonados por planos más espectaculares, confundidos con el repertorio
de la semana de la moda victoriana y las aventuras instintivas del señor del
castillo.

En todo caso, es de agradecer el
esfuerzo de vestuario: ostentoso, mágico, suntuoso y excesivo. Al fin y al
cabo, éste es un cuento de princesas, ¿no? Respecto a la faceta faunística de la Bestia, los episodios
salvajes tienen una plasticidad inenarrable, con estética comicquera,
abrumadora, poética, llena de matices y carne de fotograma en postales y
posters varios.
Mención aparte merecen los
secundarios, encabezados por un André Dussollier en el papel de padre de Bella
que resulta el más creíble de todos, y un Eduardo Noriega que sustituye al
Gastón de toda la vida con el personaje de Perducas, incomprensiblemente feo,
descuidado, cicatrizado y ojeroso, con desagradables patillas y heredero
natural del Bill Sykes de Oliver Twist. Con todo, no es la interpretación de su
vida ni pasará a los anales del cine con ella.

La trama se antoja pausada, quizá
en demasía, recreándose más de la cuenta en el tono poético de la producción,
intentando dar empaque a la historia de amor pero olvidándose de ella en los
momentos de clímax, mucho más preocupados por darle ritmo a la acción que de
alimentar la llama zoofílica de la pasión.
Los dolorosos flashbacks sobre la
historia de la Bestia
y su caída en desgracia son quizá lo más reseñable del filme, contrastando un
pasado luminoso y glorioso con un presente lóbrego y desesperanzador. Se
alternan con acierto en el metraje y permiten relativizar el tiempo que
necesitan secuestrador y raptada para elaborar su Estocolmo como rezan los
cánones.

Quizá, otra vez, se añora un poco de agonía interior, de sensación de
asfixia, de profundidad emocional.
Pero nada de eso es determinante.
Lo que importa es sumergirse en un mundo de cuento, con rosales mágicos y
encantamientos de última hora, escupiendo maldiciones de justicia divina y
recuperando tópicos para la causa. Como ya ocurrió con Alicia en el País de las
Maravillas, si quieren un clásico de manual, hablen con Disney. Si creen en la
criogenización, claro. Si no, alquilen la película en video. Para soñar en
universos creados por ordenador, están en la sala precisa.