sábado, 25 de enero de 2014

El perfomero inerte

Miguel apagó la tristeza y se dispuso a reiniciarse el alma. Debía dar lo mejor de sí mismo y convencer a los demás de que aquello era real. Por eso se levantó pronto, preparó el equipo y conquistó la calle Alfonso. Los camiones de basura eran como mamuts de metal, pero él los ahuyentó con su aire de afanosidad.
Se maquilló a conciencia: sus ojos grises perdieron contraste frente al metalizado de plata de la pintura; su barba negra se hizo destellos argénteos; sus trapos de taparrabos tornaron ceniza. Su aspecto hippie hizo el resto. Si no era el hijo de Dios crucificado en vida y transformado en estatua, se le parecía mucho.
–Qué currao está ese mimo –dijo un zagal.
–Y que lo digas –respondió su colega–. Le voy a echar un euro.
–Joder, tío, no te herniarás.
–Pues depende de cuanto me agache –contestó el otro a modo de broma.
Hacer de estatua puede parecer un trabajo fácil, pero tiene su aquel. En el mejor de los casos, el mimo debe permanecer impasible durante mucho tiempo, y sólo la recompensa del tintineo monetario sobre su canasto de óbolos permite ciertas licencias, como reverenciar a la generosa niña o al curioso pequeño. En caso contrario, todo artista callejero que se precie debe quedarse literalmente petrificado o –según se mire– metálicamente solidificado.
A mí no me parece un trabajo fácil. Son muchas horas, pocas garantías salariales y cero cobertura sanitaria. Por no hablar de prestaciones por desempleo o enfermedades laborales. Eso sí, es de los pocos trabajos donde te pagan por no hacer nada. El problema es que a veces esa improductividad es demasiado literal. El inmovilismo absoluto es lo más cansado del mundo.
La noche echó el toldo hacia la hora convenida. Era azul oscuro con estrellas bordadas y una media luna preciosa, pero las farolas brillaban tan refulgentes que no se apreciaba nada de lo anterior. Miguel volvió de la ronda de los vinos. Los caldos que se le escurrieran por la barbilla hasta el torso desnudo le habían decolorado la pintura gris plomo hasta volverla chicha. Llegó hasta su puesto, recogió el canasto repleto de perras, se encasquetó la estatua bajo el brazo y se marchó a casa. Qué duro era ser mimo de los que no se mueven.

4 comentarios:

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  2. Me encantan los mimos, y no sé porqué pero a veces me pone triste observarles. Tampoco creo que sea un trabajo fácil como bien dices...Y por supuesto,coincido con Víctor, me ha encantado tu relato, tiene sensibilidad y no está mal acordarse de los mimos que trabajan por nuestras calles, ya que despiertan emociones en nosotros, así como quién no quiere la cosa, mientras pasas o paseas...
    Un abrazo Drywater

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  3. Creo es díficilisimo ser mimo, ¿en qué piensan mientras permanecen inmóviles? hay que tener un mundo interior muy grande y ser capaz de abstraerse de lo que te rodea para poder cumplir con eficacia.

    Para mí merecen todo el respeto del mundo, lástima que como dices, ni tienen seguridad social ni nada les garantiza algo más que unas cuantas monedas cada día.

    Creo que condensan la belleza de lo quieto en un mundo rápido e imparable.

    Salud.

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