¿Y la monarquía, los cuadros
abstractos o los chicles de fresa, qué sentido tienen si no los entendemos,
pierden el sabor a los pocos minutos o son objetos decorativos sin valor, y no
necesariamente en ese orden?
A preguntas urgentes, respuestas
a largo plazo. En un país con sobredosis de titulitis,
un carnet de carretillero, un papel que autorice a manipular alimentos o un
diploma que diga que has superado la
ESO no son baladíes. Tampoco es que te vayan a arreglar la
vida, pues lo que de verdad importa es que seas capaz de coger el toro (y no
precisamente por los cuernos), que voltees la tortilla sin que se pegue y que
asumas responsabilidades académicas con madurez y capacidad intelectual. Si ya
acreditamos nuestra valía con una firma oficial pues miel sobre hojuelas, que
no estamos para tirar nada.
Mucha gente peleada
vitaliciamente con la cultura por obligación, enfrentada a la memorización por
decreto y a la comprensión masiva de fundamentos y principios alejados del
mundanal mundo, ése que nos hace cortes de manga y nos amamanta con leche agria
cuando te le amorras a la teta, esa hastiada tropa no encontrará en el estudio
más sustancia que en una sopa de piedras. Porque el aprendizaje a presión es
como tomarse un merengue a la fuerza, como apurar un chupito que no te entra.
Estudiar sólo sirve si uno quiere que le valga, para entrar en armonía con la
naturaleza o para ver los edificios con códigos binarios tipo Matrix.
Ahora podemos empezar a hablar. Desechado
el presentismo de los que quieren algo y lo quieren ya, la arquitectura
intelectual es una obra a largo plazo. Rara vez da frutos instantáneos. Como
contrapartida, tampoco son efímeros: un estudio bien alimentado periódicamente
no se olvida nunca.
Los beneficios del aprendizaje
son diversos y satisfacen varios ámbitos de actuación. A nivel laboral abren un
puñado de puertas –tampoco tantas, para qué nos vamos a engañar–. En un plano
académico, permite el acceso, cual muñecas rusas, a estudios más ambiciosos.
Desde una perspectiva social, ser instruido aumenta la capacidad crítica, el
pensamiento divergente y el rango de las interacciones con otros. En el aspecto
personal, el estudio incrementa la capacidad intelectual y la memorística,
ocupa la mente y nos hace sentir más plenos, porque entendemos mejor el universo y
podemos relacionar con acierto las distintas esferas que rigen la existencia y
que están profundamente interconectadas, mucho más de lo que estamos dispuestos
a admitir.
Otra cosa es que el esfuerzo no
valga la pena, porque sudar se suda pero bien, por muy metafóricamente que sea.
Pero a veces compensa, cuando uno siente que ya no ve, oye ni habla, sino que
mira, escucha y explica por el mismo precio; cuando valora que se ha comprado
un telescopio gigante desde el cual se puede alejar y ver la vida en
perspectiva, o tirar de zoom y meterse en cada pequeña ventana de la realidad
mundana; y además, comprender lo que está ocurriendo dentro.
Creo que la metáfora del telescopio es la que mejor resume para qué sirve estudiar, si se ve como una herramienta futura es cuando más se disfruta y aprovecha.
ResponderEliminarSalud
Preciosa la parte del telescopio...
ResponderEliminarEstudiar porque a uno le apetece es muy reconfortante y da sentido a tu vida diaria.
El estudio debe hacerse por gusto porque da sentido y a veces lo quita, es duro pero abre nuestras mentes y como bien dices nos hace críticos. Tu metáfora del telescopio es muy esclarecedora.
ResponderEliminarUn abrazo