miércoles, 7 de julio de 2010

El semáforo (2/2)

Volvió a mirar al semáforo, que parecía congelado en medio de la socarrina circundante. Comenzó a dar golpecitos en el volante con los índices, como si tales signos de impaciencia arengaran al dispositivo de luces vagas a mudar cromatismo. Nada ocurrió, pero él no se percató pues su mujer, paciente, quemada, repelente, oronda y desafectada discutía vehementemente en su cabeza. El rayado cuarentón seguía la discusión con argumentos contundentes y tan hirientes como los que encajaba, si bien alguno de los recibidos moldeaba sus muecas impasibles hasta transformarlas en gestos de profunda amargura. Siempre presumía que le encantaba el barro y pelearse con ella, pero en el fondo ansiaba la paz tanto como la evitaba.
El bufido asfixiado del ventilador del motor le devolvió al descampado absurdo con el semáforo incongruente que prohibía el paso. Recordó el chiste del jeep que se chocaba en el Sáhara con la única palmera en cien kilómetros. Pensó que el poste de tráfico estaba allí por algún motivo, y él no quería desobedecer.
¿Dónde estaría entonces la chica que le regalaba las mejores calcomanías de Phoskitos y le peinaba con el cabello hacia delante con el peine de la Señorita Peppis? ¿Esa mocosa que cuando al señor derrengado le cayeron siete estuvo todo el verano debajo de su ventana esperando a que le levantaran el castigo? ¿Por qué había cambiado aquel ángel puro e inmaculado por el verdoso demonio con rulos que se encontraría en casa en cuanto el puto semáforo se pusiera verde? ¿Era cierto que en el fondo no deseaba que le cediese el paso y marchar directo hacia una vida de pesadilla y rutina? Tensó el gesto, apretó los dientes y exprimió una lágrima traidora de su ojo derecho. Aquella niña de largos cabellos y ojos traslúcidos, de sonrisa infinita y amor imponderable había marchado a un lugar mucho más lejano que el más remoto rincón del universo conocido. Porque nunca se fue en el espacio. Se fue en el tiempo. Murió, agonizó en cada discusión después de aquella boda sencilla, honesta e ilusionante. Renegó de sus bondades y de sus miradas. Pero no cayó sola. También se llevo la fuerza, la inocencia y la valentía del hombre gastado. No. No fue ella. Fue el señor cansado el que la asesinó a ella a la par que se autoinmolaba en cada resoplido cansino, en cada mirada fulminante, en cada ademán impaciente. No. Tampoco fue él. Fue la rutina. Esa señora con pinta de suegra que se presentaba cada tarde al salir del trabajo y sugería ir los tres a pasear, bajar al bar o ver la televisión. La misma que despreciaba las sugerencias de presentarse a un cásting de modelos, publicar un libro de poemas, aceptar la oferta en Canadá o dejar de consumir preservativos y abanderar la aventura de ser padres de ¡quién sabe!, una niña embelesadora o un muchacho valiente.
Ya no quería estar más en medio de la nada, esperando a que un semáforo estúpido le indicara que podía salir como un cohete fernandoalonsil a salvar su matrimonio, a echar a la pereza y al tedio de sus vidas, a enarbolar la paciencia y el cariño hasta que el ogro con rulos se tornase en la chica de mirada infinita y bondad rebosante, hasta que el tipo anodino y derrengado se volviera atento y valiente, cariñoso y bueno, como una vez lo fueran ambos, en aquellos años en los que los tiñosos y los envidiosos se reconcomían de verles irradiar felicidad y ternura a los cuatro puntos cardinales.
El hombre cansado no podía esperar más. Miró a la derecha, a la izquierda y al frente. No había nadie. El semáforo nunca se movería. Era una metáfora de su propia vida. Si quería avanzar lo único que debía hacer era arrancar de una vez y to’pa’lante.
Apenas salió con renovadas ilusiones sintió un fuerte impacto en su puerta. Casi no tuvo tiempo de sentir la chapa de su vehículo y los hierros del motor del Volkswagen Tuareg que se incrustaban en las costillas. Todavía agonizó durante unos minutos. El otro pavo no paraba de repetir histérico que el semáforo estaba rojo, que se lo había saltado el señor escachado. Antes de cerrar los ojos contempló de refilón, entre secos vapores, el colorado intenso del semáforo orgulloso. Y de repente se puso en ámbar intermitente. Sobre su guiño continuo creyó ver, proyectado en el cielo despejado, el rostro dulce y maravilloso de su esposa, con sus rulos y su orondez, pero con la mirada imbuida de ternura y eternidad.

9 comentarios:

  1. Joder, que yuyu. Me ha encantado. Me gusta mucho como usas los adjetivos.

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  2. Uffff... para qué se decide??? yo que creia que, al final iba a tener un niño y todo con su mujer... en fin!!! al menos volvió a ver el rostro dulce...

    Un Besitoooooo!!!!!!!!! :D

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  3. Bastante variado el tuo blog, particularmente me gustaron las fábulas. Suerte.

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  4. Wau!intuia q algo asi sucederia...Oye has cambiao el formato del blog? me sale todo el fondo negro, es un poco mas dificil de leer...

    Besotes y enhorabuena de nuevo por el relato!!

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  5. Muchas gracias a todos.

    Es verdad que el negro queda un poco macarra y se lee peor. Ya lo estoy customizando de manera diferente.

    Saludos

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  6. Jope, me ha dejado muy triste este relato ¡Pobre hombre!

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  7. Ahora cuando me encuentro un semáforo en mitad de la nada, a ver qué hago...

    dirty saludos¡¡¡

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