Potencialmente todos podemos caer en el lado oscuro de la fuerza a
poco que nos tienten con unos oportunos, despreciables y asquerosos incentivos.
Pero llevarlo a cabo… ah, amigo, eso es otra historia más chunga que vender
bikinis en el Polo Norte.
Y ahí quería yo llegar –no al Polo, sino al delito de facto–. ¿Qué
causa la perdición en unos y por qué no en otros? ¿Por qué algunos sucumben con
facilidad y otros necesitan taza y media de tentación ofrecida por una
exuberante demonia de cuernos operados y sonrisa fatal? ¿Acaso hay algo más
aparte de nuestra conciencia para traspasar los límites de la moralidad?

Las personas tienen un punto de incorruptibilidad que se supera con
mayor o menor dificultad en cuanto las circunstancias acompañan y uno se siente
amparado por su zona de confort. Hay fronteras que nunca cruzaremos, pero no se
puede determinar hasta dónde manda la moral y cuándo empieza el temor a ser
reprendido. En los exámenes escolares, por ejemplo, nadie deja de copiar por
dilemas de conciencia. No.
Lo único que mantiene a los zagales alejados de la
corrupción es el mismo miedo a las seguras represalias. Garantizando un riesgo
cero, todos copian hasta las erratas.

Si los políticos y los criminales cometen fraude, robo o cualquier
otro hecho delictivo es porque tienen mayor hambre que prudencia, porque su
ansia de acaparar les enloquece; o porque las medidas de control están fallando
y se sienten más arropados que un roedor en un almacén de pieles. No. No existe
la pureza. Si pudiéramos ser Mister Hyde y cometer mil atrocidades sin ser
vistos, a buen seguro las haríamos. La conciencia no es más que un mini demonio
disfrazado de ángel que te dice que seas bueno cuando lo que quiere es que no
te juegues el cuello. La honestidad, casi siempre, es miedo a dañar nuestra
imagen a los ojos de los demás.