
No todos, claro, pero la gran
mayoría de orientadores están un poco pa’llá. Hablan y rehablan, se escuchan y
se gustan y no resuelven nada. Su tiempo verbal favorito es el condicional y
rara vez consiguen bajar del espectro de las ideas al terreno físico. Son teóricos,
imprácticos, etéreos y del tipo de personas que crean más que resuelven
problemas. Su condescendencia es insoportable, lo mismo que el aire de
superioridad con el que entablan conversaciones. Un centro educativo
funcionaría igual, incluso mejor, sin ellos. Los tutores acaban haciendo por sí
mismos aquellas cosas que deberían hacer los señores magos de la pedagogía:
orientación laboral, escucha activa, consejos personales y de interrelación
social, búsqueda de materiales relevantes sobre salud, sexualidad, futuro
laboral y académico, autocontrol, técnicas de estudio…

No comprendo por qué a esta panda
de divagadores profesionales se les otorga el poder de decisión sobre el futuro
de los educandos. Su ego es tan grande que patinan una y otra vez, y solo
cuando pisan un aula se dan cuenta de cómo son realmente las cosas. Y no
piensen que son expertos manejadores de la atmósfera de una clase. Generalmente
son los más torpes en el día a día, quizá porque llevan muchas menos cornadas
que el último recién llegado. Ocho años después, sigo sin saber para qué
sirven.