De todas las vacaciones que
oferta el mesario, las navideñas son las más engañosas de todas: no son días de
descanso; no puedes desaparecer en una cala desierta –entre otras cosas hace un
frío que pela– y tampoco dispones de tiempo libre real.
Del 24 al 6, y antes, si
incluimos las cenas de empresa de recomendable asistencia, los actos sociales
se aglutinan hasta petar el calendario. Para empezar, los niños, si los tienes,
piden comer diversión y entretenimiento. Ofertas no faltan en 2013, pero hay
que llevarlos o, en el mejor de los casos, pagarles la juerga. Olvídate de otra
cosa que no sea ver la última de Disney en 3D con asientos giratorios y sonido
megadolbysurround envolvente con esporas acústicas y toda la chiquillería del
barrio copando la sala.
No tienes niños o en un acto de
lucidez los ahogaste en el río. Bien. Algo has ganado. Pero no mucho. Aún te
queda la cena de las cenas, el día de la familia, la noche de las zorreras y la
gran resaca del año; eso sí, estratégicamente enlazadas de dos en dos para que
la saturación sea puntual. Desgraciadamente, las reuniones gastronómicas no
acaban allí. Como si fuera poco empacho –me refiero al de familiares que no te
apetece ver, no al de langostinos que miraste con lasciva apetencia–, todo
quisque quiere verte esos días. Pero Drywater, que eres un antisocial, un
rancio, un sociópata. ¿Tanto te cuesta tomar un café con aquellos a los que
aprecias? No. No me cuesta. Pero has dicho uno. Acepto hasta tres. Pero nunca
son menos de cinco. Tampoco vas a agruparlos en un pack único, imposible y
dispar como si fuera tu propia boda, claro.
Y ya se sabe: hay gente con la que repetirías reunión todos los días, y personas con la que lo harías todos los años, bisiestos incluidos. Por algún morboso motivo los sujetos con los que más te aburres o más a disgusto estás, si no son la familia política, son personas que adoran quedar contigo. Y viceversa, evidentemente. Cuanto más te priva estar con alguien, probablemente más le cansa a él.
Y ya se sabe: hay gente con la que repetirías reunión todos los días, y personas con la que lo harías todos los años, bisiestos incluidos. Por algún morboso motivo los sujetos con los que más te aburres o más a disgusto estás, si no son la familia política, son personas que adoran quedar contigo. Y viceversa, evidentemente. Cuanto más te priva estar con alguien, probablemente más le cansa a él.
Lamentablemente las convenciones
no mueren aquí. Quedan los regalos. En Navidad se compran cosas para los demás
por cojones, tanto si te gusta como si no; lo mismo da que te lo curres o cojas
lo primero que veas en el stand de las ofertas: nunca acertarás; ni en gusto ni
en precio, y quedarás irremediablemente rácano o excesivo por la naturaleza
desmedida de tu presente. A mí esto me estresa sobremanera. Y no lo digo porque
la dependienta te diga “¿Se lo pongo para
regalo?” y lo único que haga sea sellar la misma bolsa de la tienda con
cuatro tochos burdos de celo o ponerle un lazo mal atado en el asa. Antes al
menos te metían un pliegue de papel hortera en la bolsa. Ahora ya ni eso. En
todo caso, no es éste el motivo de máxima preocupación cuando me enfrento a la
convención de apreciar al otro por medio del consumismo. Yo, si hay que
consumir, se consume y si hay que ponerlas, se ponen. Pero… ¿por qué hay que
gastar lo poco de tiempo libre que te quedaba tras los langostinos, la puta
cena de empresa, los cuatro magníficos, las quedadas salteadas, la cola en la
pescadería y el llevar el coche al taller, por qué malemplearlo buscando un
regalo que le demuestre a esa persona especial que has pensado en ella? ¿No
vale con un whatsapp estandarizado y falto de originalidad? ¿No ves que
fracasarás y además te vas a dar mucho mal? ¿Por qué estamos obligados a hacer
algo que no nos apetece un carajo? ¿Quién inventó la Navidad? ¿Fue El Corte
Inglés o Nature?
En fin, sé que las convenciones
navideñas son una rémora y que nunca me libraré de ellas, pero moriremos
matando. En casa ya hemos conseguido minimizar los regalos hasta convertirlos
en chorradas estúpidas del Todo a un euro. Eso sí, la sobrinada seguirá
pidiendo su sangrienta ración de papanoeles y reyesmagos, y ningún poder fáctico
podrá cambiar eso, salvo el padre Cronos. Ése arrampla con todo y los hará
mayores de edad. Otra cosa es que le cueste un montón de años salvarnos de
regalar caprichos a los mismos niños. No pasa nada. Vendrán otros. La Navidad consumista nunca
morirá.
Te noto Dry!....como te diría,...como con poco espíritu navideño. Poco espumilloso. Como un abeto sin luces,....jajajaja...es broma y te comprendo.
ResponderEliminarDurante años nos han estado dando forma, domándonos como animales circenses. Somos....Drones teledirigídos vía satélite para el consumo, para dejarnos en los mostradores lo que previamente nos han recortado. Y somos conscientes de ello, pero creo que el ser humano esta dotado de alguna válvula que la cerramos para poder soñar durante unos pocos días. Si ese sueño nos hace felices, bienvenido sea. Sinceramente creo que lo necesitamos. O sea mi querido Dry, siendo consciente de mi papel de Dron y con espumillón colgándome de las orejas, te deseo un Feliz Año Nuevo.
Un abrazo!
Opino que no, que nunca morirá y que seguiremos año tras con las mismas tradiciones consumistas. Sólo nos queda esperar que toda la sobrinada cumpla los 18. Ains señor.
ResponderEliminarHace un frío que pela... por estos lares. Hay peña que va conformando otras convenciones navideñas y se va nada menos que a Punta Cana para tumbarse a la bartola debajo de un cocotero y hacerse así a la idea de que son ricos por tres días. Con su pan se lo coman. Con lo a gusto que se está al calorcito del hogar y del griterío de los niños.
ResponderEliminarSalud y buen año
Amén.... Nunca morirá...
ResponderEliminarUn abrazo