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Pasan los años y las rutinas se
suceden. Llega otra Navidad y vuelves a comer más de lo que querías. Tu primo
ya es un tiarrón. Tu tripa también se ha hecho mayor, y aquel proyecto que
parecía tan nítido hace algunas primaveras se va difuminando con discreción. Te
miras al espejo y buscas algo que le dé sentido a todo. La Navidad solía ser ese
reducto de magia donde todo podía pasar. Los renos volaban, los camellos traían
regalos en lugar de drogas, había barra libre de turrón y sidra, la familia no
se acababa nunca… Ahora la familia no se acaba nunca, pero el efecto es
diferente. Ya no se puede hablar de cualquier cosa, y las odiosas comparaciones
flotan en el subconsciente colectivo.
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De niño las Navidades tenían algo
especial. El frío vahaba las conversaciones de barrio, los niños de San
Ildefonso eran más mayores que tú, los balcones enmarañaban guirnaldas
interminables de luces bonitas, los juguetes copaban la tele, los escaparates,
las tiendas, los hogares y las largas enumeraciones entrecortadas de regalos
que te habían traído los Reyes; las películas tenían ese componente mágico
infalible y siempre acababan bien, los villancicos se pegaban al paladar como
si fueran caramelos de toffee, las campanadas auguraban un futuro lleno de ilusiones
y el primer anuncio de La 1 se grababa a fuego en el subconsciente. Todo estaba
construido del material preciado del que se hacen los sueños.
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He buscado durante años ese
espíritu, y apenas me he topado con él accidentalmente, casi sin apreciarlo,
cuando no lo perseguía. No sé en qué consiste. Tal vez sea esa felicidad
consumista de gastar y gastar y demostrar a la gente lo mucho que les quieres después
de no haberles dedicado quince minutos en doce meses; o esas luces multicolores
y embrujadoras que todo lo emborrachan de moñería facilona –reconozco que me
encantan esas falsas y oníricas antorchas–. Quizás consista en pasear por las
calles gélidas mientras las voces infantiles de coros de niños canturrean
villancicos eternos, sentir que la casa se transforma en hogar por unos días,
preparar las fiestukis con los colegas, divisar una autopista de vacaciones,
ver a aquellos con los que has vivido tanto, esperar regalos que llevan tu
nombre grabado a rotulador. Tal vez sean esa montaña de anuncios musicales
llenos de fantasía, reencuentros, juguetes y calor humano y divino; o esa
colección de recuerdos imborrables de las Navidades pasadas, recopilados y
clasificados por orden de maravillosidad desde que rememoras estas fechas
prefabricadas.
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Todavía sigo buscando ese
espíritu mágico en cada diciembre, casi siempre sin suerte. Deambulo por las
calles enneonadas, monto mi Belén de Playmóbil con multitud de piezas y cierta
mala uva, escucho villancicos, viajo a lugares indescriptibles, me reúno con
aquellos a los que quiero, recuerdo las cosas que me hacían feliz e intento
reproducirlas. No funciona. El espíritu de la Navidad no lo traían las
bombillas verdes ni el turrón de granos, ni la bacanal de regalos ni los días
de fiesta, ni las gentes ni los renos con un señor orondo vestido
ridículamente. Lo único que no se repite de todo aquello eran los ojos del
espectador, la boca entreabierta, la ilusión perdida. La magia la traía la
niñez, la inocencia, la candidez, la novedad. Era el niño el que revestía todo de
acontecimiento inolvidable, de asombro sin concesiones, de felicidad ingenua,
primigenia, irrepetible, indeleble.
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Tal vez por eso los hombres
vuelven una y otra vez a todos los tópicos navideños, y se arriman a los más
pequeños como Peter Panes de la ilusión, esperando reproducir en ellos la magia
perdida, extinta, esa que nunca volverá. Tal vez todos seamos vampiros de la
inocencia ajena, y vivimos en los niños aquello que hace muchas lunas dejamos
de sentir, y su risa es nuestra ridícula porción de felicidad añeja. Tal vez la
nostalgia sólo es una anciana que no se dio cuenta de que había envejecido muy
deprisa, y en Navidad, el doble de rápido.
Feliz navidad... como el almendro, vuelvo por estas fechas. Nos leemos.
ResponderEliminarRecuerda, que has sido niño, y la magia está dentro de cada uno. No busques fuera lo que ya tienes dentro.
EliminarSi te sirve de consuelo, a mi tampoco me trae mucha ilusión.
ResponderEliminarQue pases buenas fiestas tú también.
Feliz Navidad Dry. Reconozco que tienes razón y yo en más de una ocasión digo lo mismo que tu escribes hoy, pero llegar los días 23 o 24 y convertirme en niño, es todo uno, así que mezclado entre mis sobrinos monto el árbol de navidad y le doy a la zambomba cosa fina. Es una metamorfosis en toda regla.
ResponderEliminarReconozco que mis recuerdos de peque en navidad son extraordinarios, de ahí que quizás estos puedan con todo lo negativo que pienso de ellas el resto del año.
Son pocos días, nos esperan 365 días terribles, disfrutemos. Pero tienes razón Dry.
Te deseo unas Felices Navidades. Abrazos.
Yo no consigo ver la magia a las Navidades, me resulta más fácil ver la hipocresía y la falsedad de sus celebraciones...
ResponderEliminarGran texto Drywater.
Un abrazo
Pues sí, es un poco hipócrita si se piensa bien. Tantas lucecitas, tanta "alegría" por todos lados. Supongo que cuando eres niño todo te emociona más, todavía hay cosas que te sorprenden y no has perdido la capacidad de ilusionarte.
ResponderEliminarCuando te haces mayor ya sólo quieres que termine el año para que magicamente la nueva cifra provoque un alineamiento cósmico y de repente todo lo que no cumpliste se haga realidad en el nuevo año...Si no fuera porque esto pasa cada año hasta podríamos emocionarnos de nuevo.
Cuando te haces mayor supongo que la magia ya no se encuentra en fechas, si no en momentos y personas concretas.