jueves, 20 de septiembre de 2012

Cómo ser odiado a muerte

Evidentemente, si un sujeto quiere revestir su ego de improperios variados, de animadversiones extremas, de inquina en exceso, las técnicas son generosas. Puede ir por ahí pinchando a la peña con un tenedor de trinchar, rayar con cutter la carrocería de los coches recién estrenados, echar loctite en el líquido de lentillas, adelantar en un atasco por el carril de aceleración o empezar la tortilla de patata por el centro.
En esta ocasión me refiero a técnicas más sutiles que aparcar en el carril bici o tirar colillas encendidas a los carros de bebé. Estoy hablando de soberbia.
No hay pecado más imperdonable, ni falta más inexcusable, que la prepotencia. Todo lo demás puede hacerse sin querer o por enfermedad, poseído de oscuras fuerzas malignas o alienado por la más absoluta desesperación. La altivez no. El que es un chulo es un chulo. No son las gafas de sol ni la destreza de serie. Lo que hace odioso al prepotente es la actitud. Porque uno puede manejar el carro con una pericia fernandoalonesca, pero las derrapadas salvajes, el chumba-chumba con las ventanas bien abiertas y los neones azules y hortericas, –que a mí me molan, pero parecen los reclamos de un puticlub– son unos extras absolutamente innecesarios. Y es curioso, cuando el nini va con el buga a todo trapo y la máxima FM a reventar bafles, el tío está convencido de que es guay y que el vulgo le observa admirado de su supermúsica, de sus lijadas agresivas y de sus tuneados imposibles, mientras los espectadores piensan que es un gilipollas integral, que molesta con sus accesorios chonis e incomoda con su pose desfasada. No cuesta odiarlo. Si tuviéramos un precipicio a mano no nos importaría darle un empujoncito hacia la gloria.
Pero este pavo al fin y al cabo no es sino un desgraciado con problemas de madurez adolescente. Nada que ver con el estupendo. Éste no tiene abuela, y no es que su cosmovisión difiera de la del resto del mundo, es que el astro rey de la galaxia es él y sus circunstancias. El estupendo suele hacer las cosas bien y podría llegar a ser maravilloso, de manera objetiva, pero sus intentos por salir en todas las fotos, ser el muerto en los entierros, la novia en las bodas, el feto en los partos y el alma en las fiestas le hacen sumamente odioso, mucho más que el sujeto anterior. No hace falta ganar siempre, ni decir la última palabra. Cada ser inferior tiene sus propias inquietudes, sus pequeños universos vitales. No se puede brillar en las órbitas ajenas, al menos, no en todas. El prepotente estupendo tiene un problema serio. Tal vez tenga razón, incluso toda la razón. Pero no se puede soltar con tanta soberbia. Es mejor borrar esa sonrisa condescendiente cuando se afirma que uno ya ha pasado por ahí. A nadie le gusta que se acompañe la superioridad con una mueca triunfalista de conmiseración. Cuando se farda es mejor mantener el gesto grave, como si no te hiciera gracia superar al otro, como si ganaras por obligación y no por vicio.
La tercera opción para acumular ingentes enemigos es ser Cristiano Ronaldo. No hay deportista más odiado ni con mayor registro de méritos para ello. Así de primeras el chico tiene unos problemas de autoestima tremendos. Imagino que ser querido, venerado, glorificado y deificado hasta la redundancia debe alterar el sistema inmunosociológico, pero de allí a autoatribuírse propiedades divinas y facultades insondables hay un peligroso trecho. Este chico es buen deportista, tiene motivación y disfruta jugando. Ya. No hay más. No es un ser terriblemente guapo, no es un futbolista excepcional, y aunque sea francamente rico, es engañosamente desgraciado. Cuando a uno le dicen seis mil veces al día que es increíble acaba por creérselo, comienza a flotar en una nube de irrealidad y a flotar por encima de las miserias ajenas. Todo en este muchacho es odioso, pero la culpa es nuestra. Teníamos que haberle dado dos hostias cada vez que metía un gol. Desde luego cuando habla sube el pan. Habría que hacerle un bozal tan grande como a la difunta Esperanza, Almodóvar o al ministro Wert. Lo cierto es que si el portugués tuviera que tragar orgullo se moriría de un torzón. Tal vez es mejor sentirse un gusano feliz que un pavo real insatisfecho. ¿De qué sirve tenerlo todo si no te alegra el alma, mi querido ególatra?  

3 comentarios:

  1. Buena última frase, de resonancia evangélica, incluso. Una cosa que nunca entiendo de la arrogancia: generalmente, quien la vierte a su paso no tiene motivos para presumir tanto. Y sin embargo, ahí están. quizá sea una defensa inconsciente de sus inseguridades...

    Un saludo :)

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  2. Estoy de acuerdo con que son gente muy insegura. Totalmente insegura. Van por la calle de puntillas y sin echar el aire de los pulmones para parecer mas grandes, pero en realidad son unos desgraciados enanos. Son como el chulo de playa que se metía en el pequeño bañador olímpico no un calcetín ejecutivo, no, sino una media de futbolista entre los huevos y tenia un paquetón que ríete del caballo de Espartero. Hasta que se baño un buen día sin acordarse del paquete y al salir del agua se le caía toda la media por la ingle. Las chicas pensaban que era de testículos largos, pero no, era la media del athletic. Terrible. Al guapo y rico Cristiano, al Alonso de los findes y todos esos de tu relato, terminaran igual que el chulo de playa ese. Al tiempo Dry.

    Un abrazo.

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  3. Sí a todo XD! Regreso después de mucho a estos mundos y, como siempre, encuentro en tu espacio la sonrisa del día. De pedantes, soberbios y prepotentes está lleno el mundo...tanto, que entre ellos y su falta de autoestima apenas queda espacio para los demás. No sé si "amén" o simplemente gitar un : "Chapó"!!! Y quitarme el sombrero :)
    Un abrazo inmenso!!!
    PD: Que gusto da volver y encontrarse con tesoros como esta entrada.

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