El rey Lear, William Shakespeare
Jubilarse es morir. No físicamente, no clínicamente, pero sí socialmente. El cuerpo se relaja, la mente se abandona, el reloj despertador acaba en la pared más cercana, los compañeros dejan de llamar y los jóvenes te envidian y ningunean a un tiempo.
De todos los títulos nobiliarios entregados a los méritos hereditarios o aristocráticos, ninguno está tan bien reconocido como tener un trabajo. Un oficio dignifica, ennoblece más que un ducado o un marquesado –aunque proporciona menos guita– y otorga un estatus pleno de persona madura económicamente que se ha hecho a sí misma. La magnitud de esa relevancia la dará el tipo de puesto, la especialización, nómina y otros parámetros infinitos. En general, a mayor categoría académica mayor admiración social, con deshonrosas excepciones, y no siempre mayor salario –acuérdense ustedes de especuladores, futbolistas y bichos de televisión.
Cuando un señor en edad de laborar no trabaja se le mira mal: toma el sol los lunes por vicio o desgracia y ante la duda de ambos siempre se considera que de seguro ha rechazado algún que otro puesto infame. Peor es si tenemos la certeza de que el individuo o individua no va al tajo por decisión personal, porque no lo necesita. Mal estamos si lo más sagrado y a lo que todos aspiramos es a trabajar en lugar de a vivir, y triste que sea imposible lo segundo sin lo primero. Pero estoy cometiendo intrusismo profesional sobre un ensayo potencial al cual aún no le ha llegado su hora. Ya hablaré de la tristeza del trabajo en otra ocasión. Hoy nos ocupa la pena propia y la indiferencia ajena cuando uno no está en la rueda.
Decía que un parado es un ente informe, desgraciado y que da lástima, y al que se observa con alivio propio y cierta sospecha: ¿le echaron por ser vago? ¿tuvo mala suerte? ¿fue poco previsor? ¿por qué no va a recoger fruta? Parece una persona de segunda, y al que sólo se le concede cierta legitimidad a la hora de escudriñar a los demás con el reproche que da verse pateado por el destino. En todo lo demás parece un ser inferior.
El jubilado es un héroe de guerra: una medalla de latón, cuatro palmaditas y a casa. En dos meses te ponemos pañales para que no te hagas todo encima. Te encantará la residencia. No te preocupes, la enfermera es muy simpática, gorda para poder cogerte y con salero para desnudarte con cierta gracia mientras te cambia la muda.
La vejez no comienza a los 65. Perdón. La vejez no comienza a los 67. La ancianidad es una enfermedad que se propaga en cuanto uno deja de trabajar. La mente, las manos, las piernas están gastadas, pero en perfecto estado, lubricadas y funcionando. Cuando uno deja el pico y la pala empieza a morir. Las neuronas dejan de ejercitarse. La responsabilidad se diluye entre llevar a los nietos al colegio y hacerle la colada a la hija. Los paseos por las obras son cada vez más largos. Las meadas entre los arbustos más frecuentes. Uno tiene todo el tiempo del mundo pero a nadie con quien compartirlo. Todos están muy atareados. Y tú sólo eres un jubilado sin problemas, cuando quizás tus problemas sean los más gordos: estás empezando a morir, y cada pensión mensual es un nuevo estacazo en tu vampiresco corazón. Vuelves a tu antiguo trabajo a saludar. Todos se alegran tremendamente de verte. Te recuerdan lo afortunado que eres. Todos se cambiarían por ti. Tú te empeñas en demostrar que estás mejor que cuando trabajabas. Ni tú mismo te crees tamaña mentira. Ellos tampoco. Quieres sentirte parte de aquello que ocupo tus últimos treinta años, pero tus antiguos compañeros se han ido desmarcando hace rato. Te han regateado y no te has dado ni cuenta. Es que tienen mucho lío y claro, tú, como ahora tienes tanto tiempo… Ya no eres uno de ellos. No valoras igual los madrugones, no criticas igual al jefe, si ni siquiera haces ya chistes machistas. Sólo eres un experto en petanca y guiñote. Si hasta tus viajes del Imserso no coinciden con sus minivacaciones en la playa. Te has hecho un extraño; un viejo; un jubilado muerto al que a nadie le importa si te apuntas a la escuela de idiomas o te dedicas a escribir un libro con tus memorias. Si nunca has podido aprender inglés y redactas como el culo. Antes silbabas a las señoritas desde el andamio. Ahora cuando lo haces te escupen “¡viejo verde!”.
Volverías a trabajar si pudieras, pero aunque tuvieras una mínima posibilidad, tus miembros se han hecho torpes, viejunos. Y sólo han pasado unos meses de nada. Pero tu cuerpo ha envejecido veinte años.
Durante nuestra vida laboral invertimos demasiadas horas. Al llegar la liberación perdemos toda fuerza y empuje. Tal vez se debería trabajar hasta el fin de los días, con una disminución lógica y progresiva de las horas laborales. Empezar con seis o siete, no más, para poder vivir cuando uno está fresco, e ir bajando hasta acabar con una o dos horas diarias en la oficina, el garaje o el almacén, adaptando el puesto, adecuando los tiempos, pero siempre en permanente actividad, por liviana que fuera. Uno piensa que trabajar es lo peor del mundo y cuando por fin lo deja resulta que ha dejado de existir. Y lo más duro no es darse cuenta. Lo más canalla es que el resto no se ha pispado; o peor: les importa un carajo desde que cruzaste aquella puerta con los papeles firmados. ¿Para qué preocuparse por uno al que ya no voy a tratar?
No nos engañemos: trabajar envilece. La ancianidad se propaga cuando faltan los recursos económicos, no cuando no se trabaja. El tiempo libre es el mayor de los bienes de los que dispone el ser humano, y tiene además la capacidad de darle una utilidad para enriquecerse personalmente.¡Cuántos sueños quedan sin cumplir por no tener más tiempo libre...!
ResponderEliminarLa pregunta es: si tuviéramos nuestra vida económicamente asegurada sin trabajar... ¿trabajaríamos?
Saludos decadentes.
Si tuvieramos asegurada la vida economicamente, lo más seguro es que estudiaramos, investigaramos y tuvieramos más innovaciones, invirtiendo tiempo en ello. Habría más armonía y se razonaría más!
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