
- Una equivocación.
- ¿Qué tipo de equivocación?
- Tenía una cena con los compañeros de trabajo y me confundí de lugar.
- ¿Que te equivocaste de lugar?
- Así es. Era un viernes y los del turno de tarde en la fábrica quedamos a cenar. Nos citamos en el Santander de la calle Chiringos. Yo pensé que era el banco y esperé en la puerta. Pero ellos estaban en el bar Santander, doscientos metros más abajo. Al principio se me hizo extraño, pues eran muy puntuales. Pasó una hora y me sorprendió, pero seguí esperando.
- ¿Por qué no llamaste con el móvil?
- No había móviles hace trece años, Alejandro.
- ¿Y qué hiciste después?

- ¿Y qué hiciste entonces?
- Busqué un cartón, saqué el bolígrafo y escribí un mensaje: “Me han abandonado. Ayúdenme, por favor.” Aquel día saqué ochocientas pesetas.
- ¿Y luego?
- Luego mil doscientas, novecientas y pico, y luego vino la conversión a euros que me vino muy bien.
- No, no. Luego, ¿qué hiciste? ¿Por qué no volviste a casa con nosotros?

- ¿Cómo que no lo sabes?
- No podía moverme de ahí. Era una esquina muy buena.
- ¿Pero te estás oyendo?
- Llevo oyéndome 4578 días y nunca he podido volver.
- Pero, y beber, comer, ir al servicio… ¿cómo lo haces?
- Detrás de la fuente hay un baño público. Mi baño. La comida me la sacan del súper, pues no me está permitida la entrada. Le doy una nota a la cajera y ella me la lleva a la puerta con la cuenta. Les vienen muy bien las monedas. Otras veces ceno de restaurante. No sabes hijo la de manjares que tiran en los cubos de basura de hoteles, hamburgueserías y pizzerías.

- ¿Para qué, si no huelo mal?
- Joder, papá.
Alejandro Christopher no dijo nada en casa, ni a su madre ni al orondo de Flamingo, esa suerte de Claudio hamletiano que se había casado con su madre una vez desaparecido su padre. Durante dos semanas fue al Santander a recuperar los años perdidos con su progenitor. Le puso al corriente de todo. Le invitó a regresar a casa. Le describió a su añorada esposa. Incluso pergeñaron un plan para reconquistarla. El indigente prometió que se dejaría reeducar.

Aquella tarde fue a ver a Friskis. Era un informático cuadriculado y hacker aventajado. Sabía cómo mandar SMS desde un móvil a otro sin tenerlo físicamente. Alex Chris tan sólo mandó dos mensajes.

“Te invito a cenar, cariño. Quedamos a las nueve en el BANCO ZARAGOZANO de la calle CHIRINGOS. Te quiero, churri.”
El segundo era desde el aparato de su madre para su padrastro y decía: “Oye, Flami, ¿te parece que hoy cenemos fuera? Te espero a las nueve en el BANCO CENTRAL de la calle LOS ALMENDROS.”

Antes de llegar a casa el graduado en Ciencias de la actividad física y del deporte había pasado por el Banco Central para sacar dinero. También había aprovechado para darle unas monedas al vagabundo orondo que moraba por ahí en los últimos años.