miércoles, 11 de julio de 2012

La playa y la playa

Uno de los grandes misterios de la sociología moderna es el ritual veraniego. Con la de posibilidades turísticas que hay –un camino de Santiago, una inmersión lingüística, un campo de trabajo, un invierno argentino, un tour por el Ikea, un crucero en patera, una ruta por los suspensos para septiembre, un billete para rumanas en España con promesas laborales–, el destino que triunfa sigue siendo la arena tostada.
La borrachera de tópicos playeros es de manual para principiantes. Para empezar, si no puedes ir porque aún estás trabajando o con el paro no te alcanza para un triste camping, los telediarios te van a atiborrar a imágenes de las playas de  Valencia y Alicante, con el único propósito de rellenar seis minutos y poner los dientes largos. Y aquí comienzan los arquetipos: plano general con una alfombra de sombrillas, tripas de abuelo y tetas, siempre tetas, desatadas, morenas y viagrescas.  Luego lo complementan con un torso Danone de gimnasio más falso que un político en elecciones y la entrevista final a la maruja de turno o a la abuela que encadenaron a la arena cuando era niña y se alimenta de comer gaviotas. A mí los senos de mujer no me amargan, no se crean, pero su uso como elemento de captación me parece un ejercicio alevoso de machismo y sexualización. La desnudez femenina en juventud es embelesadora, pero el realizador del noticiero –persona aséptica y ducha en imparcialidad– no debería enfatizarla, ya lo hacemos los vigilantes de la toalla. No procede, chicos. Ni por el share.
Llegan tus quince días de gloria vacacionil y decides darte un baño, no de gloria, ni de mar salado, sino de carne humana. Ir a Peñiscola o a Salou es sumergirse en un homenaje a la mundanez ibérica, en sus alfombras multicolores, hermanadas físicamente, en los inexistentes ríos de arena que nacen de los límites de propiedad que marcan toallas y sombrillas, en el sudor socialista, en las mil conversaciones repletas de intrascendencia. ¿De veras nos gusta apiñarnos en torno a la condición humana e impregnarnos de la misma cotidianeidad que todos desprendemos? ¿Nuestro ideal de descanso es compartir agobio, palas voladoras, pis salino, lorzas desacomplejadas, cuatro pechos potables de cada cien ofertados, castillos de arena y estatuas de abuelas en hamaca en primera línea tan reales que parecen de verdad?  Pues sí. O eso o es que irse de vacaciones al pueblo sale más caro.
Por aquellas insondables paradojas vitales, el lugar para disfrutar la mayor soledad parece ser ése donde se atestan los gentíos. Estar rodeado de desconocidos en bañador y aceite solar, más allá de fantasiosas peripecias orgiásticas, representa el culmen del aislamiento, del retiro mental, de la desconexión emocional de todo lo que nos ata al mundo rutinario.  Y el éxtasis ya parece exponerse al justicero astro luminoso y rayarse –de rayo– hasta la carbonización. Yo creo que los negros tienen que estar partiéndose el culo de nosotros durante siglos, supongo que por algo inventaron la esclavitud. Es el colmo del narcisismo, entregarse al sol para quemarse la piel y que quede bonita. Y ya lo más grave no es tumbarse inerte hasta que los poros vomitan líquido churripitoso, mezcla imposible de crema bronceadora y sudoración obligada. Lo ignominioso es que nos gusta presumir de nuestra hazaña, de nuestras seis horas diarias de abrasión cutánea aterrizando en nuestra urbe de siempre con un bronceado como nunca. ¿Tan livianos somos que ni nos gusta el sol ni el calor y que lo único que perseguimos es el color cangrejo, zanahoria, café con leche o batido para enseñarlo al mundo y que vea dónde hemos estado y lo bien que lo hemos pasado? ¿Somos tan gilipollas como los ninis que se compran un BMW y enchufan a tope el bakalao, techno, dance o progressive aunque no les guste sólo para que los miren? No contesten, era una pregunta retórica.
El culto al cuerpo no entiende de gustos. Aquí yo pienso que se nos ha ido la pinza. A veces, los españoles acaban siendo más guiris que los propios guiris. Quiero decir, si tienes un cuerpazo, si fuiste Mister Peña los Siete Amigos en 2001, si eres una de esas tontas que se alimentan tanto de miradas que el día que no las escruten cincuenta sementales babeantes lo mismo se rebanan los pezones, si la naturaleza se ha portado bien contigo, o si tienes la tableta de chocolate por fuera –yo siempre la tengo por dentro–, pues entonces comprendo que te atornilles las tetas o te cuelgues los pectorales. Pero, perdona tío, no es tu caso. Puedes tener tripa, flotador anti-naufragios titaniquescos, pechos de moco, morcillas incrustadas, piel de naranja, cuerpo de pera, verrugas con Quato soltándoles barbaridades a las jacas, manchas de nacimiento… si yo todo eso lo perdono, y a veces hasta lo comparto. El problema no es que seas estéticamente imperfecto, casi todos lo somos. El problema es que no lo veas, que te pasees delante de las niñas recogiendo el aire de la panza, que andes como si fueras Clint Eastwood con el poncho o que revolotees como John Travolta alrededor de su Cadillac. No tienes buen cuerpo. Es ridículo que te comportes como si sí. La gente se está partiendo el culo. Las mujeres no te quitan ojo, pero no te sonríen, se escojonan discretamente. Tu percepción es como un espejo trucado, pero de los que estilizan.
Meterse al agua es una de las pruebas de fuego de todo playista. Es como caminar por la pasarela: todos quieren hacerlo pero muy pocos saben salvar la situación con dignidad. Darse la vuelta cobardemente ante el primer envite de mar dice muy poco de tus poses de antes. Si te has untado la crema en plan vigilante del chiringuito no puedes caer derrotado frente a la primera ola. Si sólo son cuatro cuchilladas: pies, entrepierna, flotador y espalda. Partiendo de que nadie tiene estilo, lo mejor es entrar sin detenerse. Mirar a la chica del flotador de al lado siempre añade épica a tu esfuerzo. Luego ya lo que te encuentres en ultramar es ya una lotería: toplessianas que no cumplen los 50, tres jubilados en colchoneta arengando a las olas, patines unifamiliares atropellando bañistas, tiburones vomitando aceite bronceador, buzos de seis años, escenas materno-filiales pasadas por agua, y la modelo profesional que se arrima a la orilla para humedecerse los brazos con delicadeza en imposibles escorzos sacaculos.
El chiringuito. ¿Alguien puede promulgar una ley que impida llevar la camiseta de la roja? Representa un manifiesto nacional sobre el tripón y en cualquier situación no deportiva. Es como fumar en chándal. Y ya el colmo de la horterización es serigrafiarse el nombre en la espalda: Manolo, Josete, El Piñas. Otra cosa: no existe la camiseta roja con el 1 a la espalda. El portero va de verde, azul o amarillo, leches. Lo demás, lo de siempre: tinto de verano, cañita, pulpitos, papas, pescaítos y otras estrellas del vermú.
En la playa todo vale. No me pregunten por qué, pero los complejos se quedan en la ciudad. Tal vez deberíamos caminar por la vida como si paseáramos por la arena: despreocupados, felices, descuidados y llamativos, con diez kilos de más y quince prejuicios de menos, y sabiendo que, por chocantes que sean nuestras trazas, siempre habrá uno más hortera y probablemente más dichoso. Quizá nos estemos bañando en un mar de preconceptos que al salir te dejan los pies pringados y la piel pegajosa.

1 comentario:

  1. Santi dijo:
    Sí, sí, lo que tú digas pero yo estoy aquí de vicio.

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