Hace poco el insigne actor Guillermo Toledo
se despachó con unas valoraciones antipatrióticas y antirreligiosas de dudoso
gusto. Y no lo eran tanto por su contenido, de por sí muy respetable, como por
la forma, absolutamente desmedida, provocadora y marrullera, y también plena de
estulticia.
El tweet renegaba de la Hispanidad por ser más
un genocidio –o como mínimo subyugación– que un verdadero descubrimiento. Que
los españoles ni fueron los primeros ni los últimos en saquear, explotar,
humillar, abusar e imponer está fuera de toda controversia. Todos los pueblos
de la antigüedad han ejercido su dominación por motivos puramente económicos o
megalómanos. Admitirlo es superarlo y recordarlo para que no pase más. Quizá el
doce de octubre no debería conmemorar los atropellos cometidos con las culturas
latinoamericanas. Aquello fue una barbarie y ciertamente no hay nada que
celebrar, señor Toledo. Otra cosa es que metafóricamente excrete usted sobre
este país y lo que resulta peor, en el icono religioso que fervorizamos a
orillas del Ebro en cierzo, una virgen en una columna de alabastro.
Bastaría con haber dicho “Aquello fue una
salvajada y no me identifico con ello, y tampoco creo en la religión cristiana
que sirvió de excusa para dicha invasión ni en sus símbolos arquetípicos”.
Supongo que al señor actor le falta cultura, empatía, inteligencia, sensatez y
humildad.
Resulta cuando menos un ejercicio de necedad
injuriar a la patrona de una ciudad en la que vas a actuar con la acuciante
necesidad de que paguen por verte, a ti que has ofendido a todos por aquí,
creyentes o no. No se puede insultar a un pueblo. No se está por encima del
bien y del mal por mucha convicción que uno piense que tiene. Como poco,
resulta de una estupidez meridiana.
Es peligroso opinar de asuntos políticos con
ligereza o prepotencia. Y este es un mal endémico que no afecta solo a
actorcillos venidos a menos. Deportistas de renombre también cometen el mismo
error. A estos se les permite un poco más a tenor de su nivel intelectual y su
formación académica. Es como dejarle una calculadora al perro y esperar que
resuelva logaritmos a pezuñazos. Imposible. El botón de la raíz cuadrada es
demasiado pequeño para su pata. Pues lo mismo con Gerard Piqué. El mozo puede
estar muy contento con la vida que tiene, pero lo mejor que puede hacer para sí
mismo es dejar de abanderar el sentimiento de nacionalismo catalán. No porque
no le alcance, sino porque vincular su persona, al igual que hace Pep Guardiola
–a este sí le llega– a una ideología de independencia soberanista desdibuja su
valía y sus verdaderos méritos, que desde luego no son los de pensar.
Famosos que pretenden inclinar la balanza
política con su imagen idolatrada los ha habido siempre. Recuerden por ejemplo
al demócrata Bruce Springsteen cantando contra George W. Bush –con muy poco
fortuna, por cierto. Sencillamente porque cualquier ciudadano maduro no
cambiará su voto porque se lo diga su futbolista, actor o cantante favorito. No
se les pide eso. Todo lo que conseguirán es el efecto contrario. No queremos
que nos digáis lo que está bien o mal. Lo sabemos mejor que vosotros, porque
vivimos en el mundo de verdad, ese que huele mal y donde no llegan los
aplausos. Dedicaos a componer temas, ganar ligas o clavar personajes; por eso
se os admira. A veces ni siquiera. Simplemente sois bufones para el vulgo. Nada
más.
La perspectiva adecuada era la de Pau Gasol.
Preguntado sobre la independencia de los países catalanes, el de Sant Boi zanjó
el asunto rápidamente, argumentando con acierto que no quería que su imagen se
utilizara para fines políticos, y que su opinión al respecto quedaba en el
ámbito privado. Contundente y genial a partes iguales, no como los mindundis
anteriores. El uno no sabe perder, el otro no sabe ganar, y el tercero no sabe
actuar. Y eso que la derrota, la victoria y el teatro son la vida misma.