El otoño es la estación más fascinante. Es
cierto que el estío, tradicionalmente, ha sido jaleado como el rey del
calendario por sus muchas prestaciones turísticas y vacacionales, por el sol y
la playa, y que el invierno empieza a lo grande con unas señoras Navidades made
in Coca-Cola y El Corte Inglés, y que exhibe además un eterno romance con los
deportes de nieve, mientras que la primavera aparece envuelta en flores y con
las hormonas disparadas, como si fuera un hippie en los 70, y que suele completarse
con la Semana Santa,
epicentro de la religiosidad o, en su defecto, islote salvador entre meses de
duro trabajo.
Pero ninguno arrastra tanta magia, tanto
significado como el otoño. El año empieza realmente en septiembre, y por mucho
que a algún iluminado se le ocurriera fechar enero como el mes primero, lo que
de verdad separa los años es el fin del curso escolar, ese magnífico paréntesis
veraniego. Aunque el equinoccio no llega hasta el 23, cuando muere agosto
comienza todo.
Los verdaderos propósitos se realizan ahora:
el gimnasio, el inglés, la universidad, los divorcios… y una fuerza ilusionante
impregna al sujeto hasta llevarle a cotas impensables en junio. Y esa sensación
es contagiosa, porque todos parece que se van a comer el mundo en dos bocados
voraces. Tal vez sea esa la verdadera savia del hombre: el entusiasmo por
abordar las empresas más inalcanzables y subir las cuestas más empinadas. Si
hay un momento para creer, para cambiar las cosas, para reiniciarse la vida, es
en otoño.
Un aura especial invade la atmósfera. Las
hojas caen tristes alfombrando el suelo de tonos ocres tostados, de marrones
café con leche, de sueños que mudan para renacer con mayor ambición.
Aparentemente debería ser un mes horrible, decadente, mortuorio y enfermo, pero
solo los árboles dejan entrever tal debilidad. Para los hombres comienzan los
retos. De otro modo, nunca llegaríamos al invierno. No soportaríamos el retorno
al trabajo ni la vuelta al cole.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhnPp1v9KjsomIrYQEePZM8wLdzOVgc9zb_OnTGnPjY7UrVSyctWvRuzgRgBMU7CUBoFePkfAA-1KyOAnasG-iFab-KHmG-Tl3NCpFQ6PNfETPjbb6UcSs5StS1FJ5HmXFguJWHokxcWz4c/s1600/P1250860+longie.jpg)
El otoño tampoco es escaso en celebraciones.
Tras un septiembre de verano crepuscular, en tierras mañas llega octubre, un
mes partido en su mitad por las fiestas de El Pilar. Y estas son unas
festividades diferentes. No tienen el ambiente de la feria de abril, el ruido
de las fallas ni la adrenalina de los Sanfermines, pero se disfrutan de una
manera especial. La noche nos abraza temprano y rara vez sobra la chaqueta en
un valle castigado a conciencia por el cierzo, pero la calle se llena de tradiciones,
estímulos y neones, y el cielo se salpica de pirotecnia variada. Sin duda son
unas fechas mágicas.
Pero aparquemos el deje costumbrista y
volvamos a la globalidad. Octubre es también el mes de Halloween. Y si las
Navidades comienzan a mediados de noviembre, la noche de Todos los Santos
arranca también con dos semanas mínimas de antelación y cadáveres. El 31 de
octubre es la fiesta del terror. Pero no uno tétrico y pesadillesco, porque el
tono se ha vuelto naif, infantiloide y familiar. Jugar a dar miedo sin salirse
de lo políticamente correcto es la especialidad de la cultura popular
americana, y el modelo ha sido exportado a todos los países de la Coca-Colawealth
–recuerden que España es miembro de honor desde Bienvenido Mister Marshall– con tanto denuedo que los fantasmas,
vampiros, murciélagos, esqueletos, brujas, mansiones encantadas y
cementerios
adornarán nuestras vidas y seguramente nuestras muertes.
La estación de la caída de las hojas morirá,
un año más, en vísperas de la
Navidad, y todas las sensaciones de crecimiento personal, de
ilusión, de nostalgia y de horror light se sustituirán por sentimientos
abstractos como el amor, la bondad, el consumismo y las comilonas. De algún
modo extraño, seguiremos pensando que la felicidad consiste en no salirse del
cubo en el que nos han metido, y del que muchos ni siquiera soñarán abandonar.
Ahora que las estaciones están mezcladas no se puede disfrutar tanto del cambio del verano al otoño...No me gusta el calor y la llegada de esta estación del año con todas sus implicaciones me encanta...Me ha gustado esta entrada porque timidamente asoman tintes con cierto aire de romanticismo y el otoño está lleno de bonitos y románticos detalles...La caída de la hoja, el color en los campos y las llanuras, la brisa y su aroma tan diferente a la del verano, taparse cuando entras en la cama por el fresco y que tus labios dibujen una sonrisa tonta por ese bienestar...Tengo algo pendiente, me han dicho que la caída de la hoja en Soria es algo espectacular...Algún día haré una visita otoñal por esos campos :)
ResponderEliminarUn abrazo, chulísima tu entrada!
El otoño es un mes de cambio, de cerrar y abrir temas, historias o sensaciones. A mi me encanta el volver a necesitar la chaqueta. Soy hijo de noviembre así que el otoño es mi estación. Me ha gustado especialmente esta entrada de hoy. Un saludo.
ResponderEliminarComo dice don Joaquín, el verano acabó y el otoño duró lo que tarda en llegar el invierno. Este año, además, con el "ruido" mediático de elecciones varias, se impone el sosiego otoñal perdido entre los montes de Soria, por la parte de la Laguna Negra. Prefiero no encontrarme con los fríos que en el oeste de Aragón llegan del Moncayo.
ResponderEliminar