Las grandes
tragedias del ser humano están siempre vinculadas a la irremediabilidad de los
acontecimientos. Lo que de verdad asusta no es la muerte, ni la vida, sino
llegar a un punto de no retorno.
La destrucción definitiva
reside en aquello en lo que no se puede dar marcha atrás: una herida sanará, un
incendio acabará por extinguirse, una desgracia será superada; sin embargo, hay
cosas que no se pueden reparar. No se puede retroceder –normalmente–ante una
amputación, un fallo cardiaco o un ictus. Cuando alguien se desfigura el rostro
en un accidente, lo macabro no es el resultado, sino la sensación de que es
para siempre.
En todo caso, más
allá del miedo o el dolor, nada resulta tan irreversible como la propia muerte.
Asesinar a alguien es un acto brutal que conlleva casi siempre una buena dosis
de violencia, pero sobre todo un desenlace que nunca jamás se volverá a
enlazar. Morir es algo natural, impasible, lógico e inevitable, pero lo que
suma tanto pesar a la pérdida es la incapacidad del hombre para aceptar que
todo aquello que un día construyó, un vasto edificio de memorias, momentos,
recuerdos, miradas, sonrisas, anécdotas, lágrimas y caricias quedará hecho
escombros. Todo pasa. Las cosas que nos importan acabarán sobreviviéndonos, y
nada de lo que deseemos podrá cambiar ese hecho. Tenemos fecha de caducidad y
nunca estamos contentos con lo que pone en la tapa.
Respecto a los
aspectos más espirituales del ser humano, la variedad de fronteras
aparentemente definitivas es tan caprichosa como absurda. En las comedias
románticas el punto de no retorno es la boda errónea de la chica de tu vida con
el novio equivocado. No es de extrañar que siempre aparezca el prota a mitad de
enlace, antes de las palabras mágicas, cuando en América divorciarse es como
cambiarse de camisa. Probablemente haya más divorcios que mudas. Volviendo a
las relaciones sentimentales, una infidelidad es la llave para que las cosas ya
nunca sean como antes. Pero los revolcones no siempre se revisten de tanta
fatalidad. A veces vienen con efluvios de solemnidad: el baile de graduación
del instituto –con su final feliz, se entiende– supone la entrada inminente en
la edad adulta, algo así como si sodomizaran al pobre Peter Pan y se le pasaran
las ganas de ser niño. Crecer es otra de las grandes tragedias de la humanidad.
Resulta
nietzschesticamente estéril entristecerse por las cosas que ya no serán. Las
que se hicieron mal ya no tienen remedio. Las que no dependían de uno mismo,
¿para que llorarlas? La justicia poética no tiene memoria.
La cosa es que no sólo mudan los acontecimientos sino también las personas y uno es uno y es un ciento hasta que la persona y sus personajes se rompe mientras los demás se preguntan si alguna vez lo conocieron en realidad. No merece la pena llorar el pasado porque las etapas se cierran a no ser que uno sea tan estúpido que vuelva a pasar por aquella puerta que no debió abrir jamás. Pero esto es otra historia. Saludos Dry.
ResponderEliminarComparto todo lo que dices, pero respecto a la irreversivilidad de la las cosas...creo que todo es irreversible. Todo deja secuelas, visibles o no. Esas secuelas son las que forman nuestra persona actual, nuestro yo. De hecho, la muerte es la "secuela" definitiva...la que termina con todas las anteriores, la que acaba con el "ser" que todas las demás fueron forjando.
ResponderEliminarUn saludo
Me gusta mucho tu blog ;)
Odio las comedias americanas....Me encanta la tragedia que supone crecer y también los revolcones con efluvios de solemnidad...Lo que más me gusta es la irreversibilidad de la muerte, eso la hace tremendamente atractiva a mis ojos porque la vida cansa...Y cansa mucho....
ResponderEliminarMe gusta tu entrada.
Abrazo Drywater!
Estoy segura que esto me gusto, saludos.
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