A priori, uno puede pensar que un
psicólogo, psicopedagogo o similares es un individuo empático, accesible, cercano.
Nada más lejos de la realidad. La gran mayoría de los orientadores de instituto
que he conocido son seres inquietantes, abrumadoramente secos y poco
comprensivos, cuya única cualidad es una asertividad a prueba de concesiones a
los otros.
No todos, claro, pero la gran
mayoría de orientadores están un poco pa’llá. Hablan y rehablan, se escuchan y
se gustan y no resuelven nada. Su tiempo verbal favorito es el condicional y
rara vez consiguen bajar del espectro de las ideas al terreno físico. Son teóricos,
imprácticos, etéreos y del tipo de personas que crean más que resuelven
problemas. Su condescendencia es insoportable, lo mismo que el aire de
superioridad con el que entablan conversaciones. Un centro educativo
funcionaría igual, incluso mejor, sin ellos. Los tutores acaban haciendo por sí
mismos aquellas cosas que deberían hacer los señores magos de la pedagogía:
orientación laboral, escucha activa, consejos personales y de interrelación
social, búsqueda de materiales relevantes sobre salud, sexualidad, futuro
laboral y académico, autocontrol, técnicas de estudio…
Algunos solo usan el idioma para
justificarse. Siempre tienen mucha más faena que tú –mentira–. “Las cosas no se pueden hacer a las bravas.
Hay que seguir un complicado protocolo” –mentira–. Lo único que se les pide
es que curren un poco.
No comprendo por qué a esta panda
de divagadores profesionales se les otorga el poder de decisión sobre el futuro
de los educandos. Su ego es tan grande que patinan una y otra vez, y solo
cuando pisan un aula se dan cuenta de cómo son realmente las cosas. Y no
piensen que son expertos manejadores de la atmósfera de una clase. Generalmente
son los más torpes en el día a día, quizá porque llevan muchas menos cornadas
que el último recién llegado. Ocho años después, sigo sin saber para qué
sirven.