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–¿Alo? –dijo Fernanda.
–Buenos días. Le llamo de alcohólicos anónimos –contestó Marcos.
–Ay, pero ya déheme, pues yo no tomo.
–Es una campaña preventiva. Conteste a estas preguntas.
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–¿Ha tomado usted pescado con salsa de vino blanco?
–Pues de repente alguna ves, pero no recuerdo cómo.
–Alcohólica. Es usted una enferma. Le apunto al registro de alcohólicos anónimos.
–Pues no me diga más, que me jode con esas insinuasiones. Recién voy a colgarle.
Fernanda Valenzuela cerró la conversación con gran enojo. No le gustaba que un guacamayo español le llamase borracha a las primeras de cambio, ella que no tomaba. Le pareció muy grosero meterse en la vida de los demás sin haber sido invitado. En ningún momento reparó que su trabajo, el mismo al que se dirigía, consistía precisamente en eso.
Durante ocho horas y veinte minutos se empapó de tarifas búho capensis, ballena parda,
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–¿Alo? –contestó la teleoperadora con un ánimo desproporcionado.
–¿Señorita Valenzuela? –preguntó Marcos con toda su mala uva–. Le llamamos del Canal Internacional de TVE.
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–Pero señorita, aún no le he contado la magnífica oferta que le ofrecemos por ser ciudadana de Ciudad Guayana.
–Ya le dihe que no puedo platicar. Muchas grasias. Adiós.
Fernanda colgó con un cabreo impresionante. ¿Cómo podía la gente ser tan pendeja? ¿Pues no veían que una había estado matándose todo el día para que luego llamara el primer guey a dar la matraca? Volvió a la bañera con tan mala sangre que pensó que el agua se teñiría y se llevó el celular por si Carlos Roberto se decidía. Desgraciadamente, aquella noche el galán parecía estar indeciso.
Durante los siguientes dos meses el teléfono de la pobre guayanesa no paró de sonar: cuatro, cinco, siete veces al día. Pronto adivinó la jaca, pese a no ser muy aguda, que era siempre el mismo guey, un tipo con acento español. Empezó a aborrecer el móvil hasta el punto de apagarlo varias horas al día, y sólo lo encendía para oír al pesado ese llamándole constantemente, a veces desde teléfono oculto, otras desde una cabina, otras desde diversos móviles de Orange o MoviStar.
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Dicen las malas lenguas que malvivió a base de negocios inmorales, ilegales o ambos a la vez. La gente de bien olvidó su nombre y pasó a ser “la Gastada”. Lo peor para la mozota, sin embargo, era no saber quién era aquel malnacido acosador telefónico y por qué la policía nunca había conseguido dar con él en los trece meses que duró el hostigamiento.
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La venganza es un exceso que se paga, tanto como permita el bolsillo. Por eso me conformo tan sólo con tirar piedrecitas a la máquina, en vez de joder al maquinista, tal como lo hizo el Marcos Perez.
ResponderEliminarPor eso se llama 1004. Es el número de veces que te llaman antes de darse por enterados.
ResponderEliminarja, ja, ja
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