sábado, 27 de abril de 2013

Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas (2/3)

El aventurero
Los personajes principales son sin duda los tres inseparables y, por supuesto, D’Artagnan, aunque un análisis más exhaustivo otorga mayor protagonismo a Milady que al mismísimo Porthos, que no deja de ser un secundario bastante poco perfilado. Así, el joven de unos diecinueve años –la novela no lo acaba de concretar– que llega a París proveniente de la Gascuña es el eje principal de la obra, y casi todo lo que ocurre es por su culpa o gracias a él.
D’Artagnan es un muchacho de clase noble baja que, impelido por sus impulsivas pasiones, su prepotencia atrevida y su valiente candidez, mete el hocico demasiadas veces en asuntos que le vienen grandes. En general tiene buenas cualidades, pero sucumbe imperdonablemente a sus debilidades carnales, colándose a las primeras de cambio por Constance, metiendo la nariz en los asuntos de la realeza por amor a ella, y jugando después con Kitty, la doncella de Milady de Winter, con el único objeto de sonsacar a su señora el paradero de su amada raptada por orden de Richelieu. El gascón no obtendrá la información que buscaba, pero eso no le impedirá prenderse de Milady Clarik, suplantar a su amante, el conde de Wardes, y acostarse con ella. Este episodio del aspirante a mosquetero es el más sórdido y discutible de su actuación, y tendrá consecuencias funestas. Nada hay más atemorizador que una femme fatale despechada y engañada.

El ambiguo
Aramis es un mosquetero ocasional, que abraza fuertes aspiraciones religiosas. Suave, encantador, buen amante, discreto, poeta, sostiene aparentes contradicciones entre su fe y su debilidad por las mujeres de clase alta. Pese a ello, es refinado, elegante, inteligente y leal. Gana la complicidad de D’Artagnan cuando éste último acuerda no revelar uno de sus encuentros furtivos. Aramis a su vez es el más caballeroso de los cuatro amigos, al menos en apariencia. Al final del libro dejará el peto y se encasquetará el hábito.

El simplón
Porthos es grande, fuerte y seguro de sí mismo. Gusta de la buena vida, de comer y beber en abundancia, y parece ser el más inclinado a las ventajas de la posición social. Frecuenta a una mujer madura de buena dote y de ella consigue gran parte de su atrezzo mosqueteril, y queda encantado cuando su querida entierra marido. Pese a que no la ama, sabe manipularla para obtener cuantiosos beneficios. También deja el cuerpo de mosqueteros del rey para vivir con su viuda a cuerpo de ídem.

El taciturno
El personaje más fascinante de toda la trama es sin duda Athos. Mientras los otros miran hacia el futuro y quieren mejorar su presente, él es un hombre con pasado. Orgulloso, digno, prudente, reflexivo, melancólico, callado, valiente, muy inteligente y sempiternamente abatido, adoptará a D’Artagnan como hijo simbólico. Athos es tremendamente leal y buen amigo, y su amistad con el gascón resulta la más intensa y sincera de todas. No en vano D’Artagnan y los otros mostrarán por Athos una profunda admiración. Cuando la trama se pone grave, entonces el mosquetero revelará su secreto como antiguo conde de la Fere, tomará las riendas de la acción y llevará a su esposa, la malvada Milady de Winter, ante el verdugo. Athos se muestra como un hombre profundamente marcado por su amor traicionado, pero si las circunstancias lo requieren es resolutivo, descreído y tremendamente práctico. Su espacio argumental aumenta considerablemente hacia el final. De hecho, si la primera parte del libro pertenece a D’Artagnan, la segunda la sostienen Milady y Athos.

La buena
Madame Bonacieux es el amor natural de D’Artagnan. Pía, inocente, angelical, representa la bondad personificada. Se pasa toda la trama secuestrada, recluida o espiada. Una vida de sinsabores. Su dramático final es con frecuencia omitido en Hollywood, poco dados a desenlaces trágicos. En todo caso, su desplome viene directamente traído de su querido mosquetero y de su juego a tres bandas. Quien juega con serpientes acaba envenenado.
Constance Bonacieux representa bien el paradigma de mujer sacrificada, casada con un cincuentón que no la quiere. Es una joven de clase baja mucho más vinculada a cumplir escrupulosamente sus obligaciones que a satisfacer sus deseos. En ella se intuye la más devota y entregada de los personajes, y su amor por D’Artagnan parece desde el principio encerrar algo maldito, como si la felicidad fuera ajena a los seres esquivos con la providencia.

miércoles, 24 de abril de 2013

Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas (1/3)

Introducción
Las aventuras de D’Artagnan y sus colegas de espada alcanzaron la inmortalidad hace tiempo, pero si la perdurabilidad fuera graduable Los tres mosqueteros se harían más eternos con cada reactualización de sus mitos. Dan buena cuenta de ello las sucesivas películas basadas en las novelas de Dumas, si bien a menudo que avanza la trama el espíritu argumental se va diluyendo en los filmes. La fidelidad es máxima al comienzo del primer libro, pero las secuelas que completan la trilogía literaria pocas veces han sido llevadas a la pantalla grande.

La acción
En todo caso, la mayoría de las versiones fílmicas de Los tres mosqueteros conservan el argumento original con ciertas licencias, pero reflejando bien algunos aspectos primordiales de la obra de Dumas. D’Artagnan es  efectivamente un consumado espadachín, y no hay en el libro ninguno que le supere, ni tan siquiera que le haga sombra blandiendo el acero. Pese a ello, los duelos del gascón se hallan mal racionados en la trama, abundando al principio, sobreviviendo en medio y escaseando al final. El triple duelo con Athos, Porthos y Aramis, además de confesarnos las debilidades o pecados de los tres mosqueteros –a saber, el orgullo, la apariencia y la lujuria, respectivamente–, nunca llega a producirse. Afortunadamente la guardia del cardenal Richelieu impide siquiera el primer choque de espadas. Afortunadamente porque de otro modo D’Artagnan hubiera matado a Athos a las primeras de cambio, entre otras cosas porque el segundo arrastraba entonces una dolorosa herida en un brazo.
En otros enfrentamientos D’Artagnan demuestra su arrojo pero también su clemencia perdonando la vida a varios de sus contrincantes, permitiéndole incluso su generosidad ganar para la causa la gratitud de algunos de ellos, como Lord de Winter. Sin embargo, el enfrentamiento más esperado, aplazado durante 1500 páginas tras varios encontronazos con el hombre de Meung, esbirro del cardenal, aliado de Milady y Conde de Rochefort, y que de algún modo sostiene la intriga del libro y la esperanza de vengativa revancha, no ocurre en la narración. Sólo se comenta en el epílogo. No es de extrañar que en las películas Rochefort ocupe un lugar mucho más preponderante como villano oficial y clímax definitivo de la acción.

Argumento
Los tres mosqueteros es un Bildungsroman o novela de aprendizaje, y eso se aprecia muy acertadamente en el inicio. D’Artagnan es un provinciano que llega a París con una pericia prodigiosa como espadachín, pero carente de malicia, experiencia o contactos. Conseguirá, en tiempo record, gracias a su valor y cierta inconsciencia, granjearse las amistades de los inseparables, el afecto paternal de Treville, la gracia de la Reina, la admiración de Richelieu, la simpatía de Buckingham y la animadversión de Milady. Poco a poco escala posiciones en la sociedad: primero es una paleto de pueblo, echado pa’lante y un poco chulo, y su devenir refleja como pocos la desubicación del provinciano en la gran urbe. Después consigue el favor del Señor de Treville y entra en el cuerpo de cadetes, donde permanece casi toda la novela. Casi al final asciende a mosquetero y sus postreras hazañas le valen el título de teniente de la guardia del rey con sólo veinte años.

La sociedad
Otro de las hechos que clasifican la obra en novela de aprendizaje o de transición a la vida adulta es la posición social de los mosqueteros. Se trata de señores que mantienen criados y que deben mantener un estatus. Ninguno de los cuatro, sin embargo, tienen ingresos declarados suficientes para soportar su nivel de vida. Es por ello que deben gestionar su fuente de ingresos pinchando maleantes, haciendo favores a la realeza y sobre todo, “trabajándose” a viudas y esposas insatisfechas. En ese sentido la novela desprende un tono manifiestamente machista. Las mujeres no son conquistadas por amor, sino por intereses económicos y amatorios, a excepción hecha de D’Artagnan y su querida Constance Bonacieux, cuyo romance arrastra mucha más pasión que monedas. Su contrapunto es el hecho de que los mosqueteros aparezcan como hombres jóvenes y necesitados de peculio, dispuestos a ceder su amor y prestaciones a cambio de solvencia económica. En este sentido se prostituyen alevosamente, especialmente Porthos y Aramis.

Los criados
Parte de ese nivel de vida viene impuesto por la necesidad de mantener cada uno de los cuatro amigos un lacayo, quienes además resultarán de vital importancia en el transcurso de los acontecimientos. Panchet, Bazin, Mousqueton y Grimaud serán una extensión de sus amos, desarrollando las mismas virtudes y ambiciones que ellos. Así, Planchet, siervo de D’Artagnan y único clásico en las versiones animadas, es valiente e inteligente. Grimaud resulta discreto y silencioso como Athos, y ambos se comunican casi sin hablar. Bazin quiere, como Aramis, obtener un puesto religioso, y Mousqueton es tan simple y mundano como su señor Porthos.

sábado, 20 de abril de 2013

Acústica mediterránea

Cuando nos inventaron, quienquiera que fuera, un triángulo volátil con un enigmático ojo dentro o una azarosa colisión de partículas subatómicas, un mono evolucionado o un guionista barato de películas de serie B; cuando nos nacieron, decía, nos colocaron los extras como les salió de los huevos. Más allá de las elocuentes distinciones físicas, de negros tostados, de nórdicos sin cocinar, y de babélicas y caprichosas lenguas ininteligibles y otras degeneraciones dialécticas, tuvieron que reírse mucho repartiendo caracteres por los terruños del globo.
Griegos, italianos, turcos y españoles tenemos algo grabado a fuego en los genes. Hablamos muy alto. No hace falta estar enojado, ni gritar ni estar lejos de nuestro interlocutor: los decibelios nunca fallarán. Podría decirse que hablamos, en general, como si estuviéramos en una discoteca con la música a toda pastilla, con la salvedad de que nadie la oye, sólo perciben nuestras voces sobrealimentadas, tensadas hasta ensordecer el silencio y enmudecer la quietud ambiental. Tampoco puede decirse que hablemos para los demás. De hecho, no somos conscientes de que se perciben nuestras miserias y se descubren nuestras intrigas. Es algo tan arraigado y extendido que no llama la atención. Sólo cuando bajamos la voz repentinamente porque queremos contar un secreto. Incomprensiblemente, es entonces cuando más se nos oye.
No somos conscientes de nuestra manera de comunicarnos. Pero si vamos a un país centroeuropeo no dejaremos a los espectadores indiferentes. Como poco, los dejaremos sordos.

sábado, 13 de abril de 2013

¿Importa el nombre?

Desde luego tiene un gran componente simbólico. No hay nada más representativo de uno mismo que su apelativo. Claro que algunos son tan comunes que se disfrazan de anónimos. ¿De qué sirve ser José, María, Pilar, Javier, Ana o Francisco si a cada patada de piedra aparece otro, o cuatro o doce con el mismo nombre y esclavizándonos al apellido discriminatorio, al mote ingenioso o al gentilicio, cuerpo, sección o curso académico? Los que no poseen pseudónimo corriente se revisten a veces de un aura de originalidad, de exótica diferenciación, aunque a veces no se puedan pronunciar o provoquen cierta legítima hilaridad.
El nombre es una de las primeras cosas que sabemos de una persona, pero rara vez lo recordamos cuando nos la presentan, por esa extraña limitación mental que nos impide decir “Hola. ¿Qué tal?” y memorizar cómo se llama el recién introducido. No pasa nada. Probablemente, si el némesis no es comercial, habrá sufrido el mismo lapsus coordinatorio. Esto que parece tan estúpido puede llevar a las personas a evitar los vocativos durante días, a veces semanas, hasta que un tercero nos chiva el apodo olvidado o lo buscamos en las taquillas del vestuario o en los listados de contingencias varias.
¿Puedes enamorarte de alguien por su nombre? Yo creo que no, pero desde luego perjudica o ayuda. Cuando conoces a una persona y sopesas si te compensa o no iniciar o continuar una relación con ella, nimiedades como si su apelativo te gusta o te desagrada pueden inclinar una balanza dubitativa. Del mismo modo, son miles las madres –porque admitámoslo, los nombres los ponen siempre las parturientas– que descartan usar en sus retoños ciertos apodos porque sus amigas ya lo han usado, la bruja del trabajo se llama así o la rival del colegio ya les hizo aborrecer esa denominación. Pues mal hecho. Si un nombre te gusta, lo usas y punto. Poco importa que Sabrina fuera tetona o que “Hasta luego” precediera a Lucas. Si eliminamos todos los pseudónimos que asociamos a circunstancias desagradables, cómicas o reiterativas, llegará un momento en que tendremos que llamar a nuestro hijo invitado 45617.
El mundo está empeñado en catalogar seres vivos y objetos inertes. Todo está clasificado, tipificado y estructurado. Existir sin nombre es casi una quimera inalcanzable. No podemos referirnos a algo que no se llama de ninguna manera. Y sin embargo, algunos de los mejores personajes westernianos de Clint Eastwood eran Predicador, Socio, Rubio o Manco. Vaqueros sin identidad; misteriosos, desconocidos y apocalípticos. No tener apelativo es un signo inequívoco de soledad, de pasado oscuro, de enigma inconcluso. No es crucial poseer alias, pero si a nadie le importa significa que uno está muerto en vida. O peor, de facto.

viernes, 5 de abril de 2013

Es una timada

Tengo un alumno de doce años al que le raciono las preguntas por sesión hasta un máximo de dos. De otro modo gastaría mis 50 minutos indocentes vomitando obviedades en lugar de someros brochazos de conocimiento. Mi estimado Jaime siempre protesta, escaso de convicción, con las mismas palabras del título.
Valga tan traído prolegómeno para denunciar un timo de los de verdad: pagas 13 euros, pierdes dos horas y te quedas con la sensación de ser gilipollas perdido. No, no me refiero a ver la última de Almodóvar con menú de palomitas. Que podría ser, pero para ello no hace falta irse al Guggenheim, que en definitiva es el crimen que nos ocupa hoy.
El concepto de estafa es variado y graduable. Si lo comparas con los 7 euros de subirse al puente colgante de Portugalete, o los 18 de La Sagrada Familia, acceder al museo es hasta barato. Si lo equiparas al museo británico –gratuito–, el Guggie es un auténtico robo. Perdónenme el apelativo cariñoso, pero después de engañarme así me he venido arriba con este picaruelo.
El edificio desde luego es muy cuco, original y futurista. Goloso por fuera y caprichoso por dentro. Perderse entre sus múltiples y espaciosas salas es un ejercicio de arquitectura hedonista. Quienquiera que diseñara el recinto –perdonen mi imperdonable incultura–, disfrutó del encargó y se ensañó con él. Los vanos, terrazas, pasillos, pasarelas y rampas harían las delicias de cualquier skater vicioso. Hasta aquí llega lo bueno.
Porque lo demás es furrufalla exquisita. Una manera torpe de convertir el Guggenheim en un orinal de oro: brillante en su continente; una auténtica mierda su contenido. Lo mismo hubiera preferido que me vendieran sólo el lugar, vacío, sobrio, sin que le quede a uno la sensación de que un niño de tres años ha pintarrajeado el estuco nuevo del salón. Bien, lo grave no son las rayas. Lo obsceno es que se empeñen en que son arte.
Yo debo ser un inútil integral, limitado, analfabeto, burdo e insensible. Puedo prometerles que miré todos y cada uno de aquellos cuadros, esculturas y bocetos. Hasta me sometí a la odiosa audioguía que sólo vale para justificar la entrada prohibitiva y la encendí media docena de veces, sólo para reafirmarme en mis vulgares impresiones sobre las obras incomprendidas. Los análisis audioguiados no podrían adornar más las piezas, pero no por eso tendrán más valor. Yo también soy capaz de clavar cuatro trazos desagradables y pretender que es una alegoría del sufrimiento humano. Desde luego que lo será para el que mire mi obra maestra. No me importa qué iluminados críticos de arte han dado el visto bueno a semejante colección de chapuzas ni cuánto deseaban tirarse a la hija del artista, les puedo asegurar que, para el hombre vulgar, tosco, provinciano y terrenal, aquello no respondía a ningún paradigma artístico. Ni los colores, ni la composición, la armonía, la proporción, la estética, la funcionalidad, las sensaciones, los detalles, la estructura, la evocación… nada en la gran mayoría de las obras discriminaba la genialidad de la bazofia. Sólo en ocasiones la mediocridad salvaba levemente el conjunto, y en mínimas excepciones la pieza transmitía algo, hacía pensar o simplemente gustaba. Ya sé que cualquier iniciado al arte leería estas líneas y me haría ahorcar, pero créanme, señores importantes, para hacer justicia les iba a faltar soga. En el momento que lo artístico se divorcia de la cultura pop ya no es nada, sólo genialidades de incomprendidos para incomprensibles como ustedes. Para los mundanos, pónganos arte de botellón y artistas de aplauso fácil. Dónde va a parar.