jueves, 26 de abril de 2012

Amor sagrado (4/4)


 Suicidarse cuando un ser del inframundo desea matarte con sus propias manos es lo que tiene, que igual llega el cardenal Magliatti y te socorre cuando no quieres ser salvada. El malvado y demoníaco padre espiritual sacó a Livia del agua y la llevó a la Plaza de El Pilar. No llevaba arneses, ni cuerdas. Tan sólo levitaba sobre el cierzo reinante. La joven no podía creerlo, pero el duro contacto del granito del suelo le devolvió parte de su inconsciencia. La gente hizo un corro a su alrededor, y empezaron a aplaudir lo que consideraron una magnífica puesta en escena del Circo del Sol o algo parecido. Livia pidió ayuda, pero la gente reía la broma.
Magliatti levantó el brazo izquierdo y un negro nubarrón se formó de repente sobre la joven. Antes de que los presentes pudieran abrir sus paraguas, un robusto rayo brotó del cielo y se estrelló contra Livia. Una cantidad exagerada de humo auguró un impacto tremendo, pero cuando todos empezaban a comprender que no era un espectáculo y esperaban ver un esqueleto carbonizado, de entre la humareda surgieron tres personas: Livia, Giuseppe abrazándola, y un anciano vestido con caros ropajes de Sumo Pontífice. Ante los presentes en la interminable Plaza del Pilar, Joseph Aloisius Ratzinger, Benedicto XVI, sostenía una burbuja imaginaria de fuerza que evitaba la electrocución a manos del gigantesco rayo. La gente empezó a huir despavorida. Magliatti apuntó al suelo y se abrió el piso. Una brecha tremenda separó a ambos contendientes. Del subsuelo empezaron a surgir horrendos seres demoníacos que se abalanzaban sobre Ratzinger. Benedicto XVI los repelía con movimientos apocalípticos y poderosos rayos brotando de sus falanges. Luego alzó las manos al firmamento y un ejército de criaturas celestiales bajaron a respaldar a su líder espiritual. Magliatti continuó su show de destrucción lanzando rayos a todos los objetos de la plaza, animándolos. Farolas de 30 metros, maceteros, banderas y bizis atacaban a Ratzinger. La estatua de San Valero y la de Goya cobraron vida y respaldaron a los buenos. Hasta el caballito de La Lonja ayudó a las fuerzas de Benedicto.
Pero los malos eran superiores en poder y en número. Incluso el mismo Santo Padre parecía perder terreno frente al maléfico cardenal, cuyas facciones se habían tornado absolutamente diabólicas. Mientras tanto, Livia y Giuseppe peleaban con un par de cirios encendidos como si fueran sables láser contra dragones, demonios de membranas cruzadas y espíritus desahuciados. Entonces Magliatti y Ratzinger se pusieron a hablar latín. Livia no entendía casi nada, pero Giuseppe le explicó las palabras de ambos. Al parecer, la razón de que el cardenal estuviera venciendo al Pontífice era que la cantidad de ateos y agnósticos en la proximidad era muy superior al número de creyentes, cosa que ocurría en casi cualquier parte del mundo con honrosas excepciones como el mismo Vaticano, Lourdes, Fátima, Jerusalén o Dublín. Ni siquiera la proximidad del Pilar, que por cierto, se estaba cayendo a trozos, conseguía nivelar la balanza. San Valero acababa de sucumbir ante una horda de palomas asesinas y criaturas del averno, y Goya hacía rato que agonizaba bajo la torre este del Pilar, que Magliatti le había tirado encima. La cosa pintaba muy mal. 
Benedicto XVI estaba ya de rodillas y apenas podía aguantar los envites de su adversario. Livia estaba absolutamente rodeada de parquímetros asesinos y Giuseppe se debatía entre trasgos y monstruos menores sin posibilidad de éxito. 
Entonces apareció Bambino, el hermano de Giuseppe. Estaba vivo. Tras él, la Guardia Suiza al completo se lanzó en pos de la batalla. Por el otro flanco, Jordi Solans el crucificado blandía un rosario como si fuera una cadena y fustigaba diablos con agresividad redentora. A su espalda, un gigantesco séquito de monjas lanzaba crucifijos a los malos como si fueran estrellas ninja. Poco a poco fueron ganando terreno hasta alcanzar al núcleo principal, pero la maniobra, pasada la sorpresa inicial y el pequeño respiro que supuso, resultó ser insuficiente. Las fuerzas de Magliatti seguían siendo superiores. Del interior de la ruinosa basílica surgieron los padres de Livia volteando sendos botafumeiros y sembrando el caos entre los diablos colindantes. La joven arrastraba sentimientos encontrados. La felicidad de ver a sus seres queridos de nuevo vivos contrastaba con la sensación de que iba a perderlos otra vez en pocos minutos.
El Pilar estaba prácticamente derruido y la cantidad de soldados y monjas que seguía en pie era ridícula. A Ratzinger le quedaba un suspiro de fuerza y Jordi ya había empezado a escupir sangre. El fin se acercaba. Antes de desmayarse, Benedicto XVI le dijo a Giuseppe que resucitar a sus familiares le había costado demasiada energía, y que había calculado mal el poder de Magliatti. Esperaba poder vencerlo lejos del Vaticano donde las fuerzas del mal eran tan poderosas como las del bien, pero a orillas del Ebro no había encontrado la ventaja espiritual que esperaba. Se disculpó de nuevo y desfalleció. 
La lucha se detuvo. No tenía sentido continuar sin el Santo Padre. Habían perdido. Magliatti anunció en un perfecto latín la ejecución de Ratzinger. Arrancó de cuajo la última torre del Pilar que quedaba en pie y se dispuso a precipitarla sobre el Sumo Pontífice como hiciera minutos antes con la estatua de Goya. Pero la pesada estructura no llegó a rozar al Papa. Un aura celeste y amarillo vainilla impregnó la plaza. Un par de pesadas llaves de oro golpearon a Magliatti ¡zas! en toda la boca. De una nube cercana bajaron dos personajes de otro mundo. Uno de ellos era un venerable anciano con la mitra y el báculo papal. Era Karol Józef Wojtyła, Juan Pablo II. El otro ser desprendía un aura todavía más poderosa, aunque a la vez más pacífica. Era una mujer de gran belleza. Su rostro denotaba una armonía nunca vista en ninguna otra faz de la Tierra. Rezumaba bondad y amor, y albergaba entre sus brazos a un pequeño bebé de pocos meses con la sonrisa más hermosa jamás dibujada. La Virgen del Pilar volvía en carne inmortal a Zaragoza.
El difunto Papa descendió grácilmente hasta llegar a Ratzinger y socorrerle. La Virgen, por el contrario, no levitaba. Se mantenía erguida sobre una gruesa columna que nacía del granítico suelo de la plaza. Poco a poco la columna se iba hundiendo en el piso haciendo que María descendiera hasta llegar a ras de la superficie. Y allí, flanqueada por Ratzinger y Wojtyla, comenzó a proyectar rayos de color blanco en todas las direcciones. Los que refractaban sobre los Papas adquirían tonos amarillos y azules. Los que impactaban en los objetos maléficos los volvían inertes. Los que colisionaban con los demonios y demás criaturas del inframundo los derretía como si fueran helados al sol de julio. El niño Jesús emitió un único rayo, que lentamente llegó hasta la frente del cardenal Magliatti, a estas alturas ya irreconocible por sus facciones malignas. Su figura comenzó a pixelarse hasta convertirse en unos gruesos cuadrados de color granate. Entonces cada pixel se separó de los otros como si fueran trozos de papel burdeos. El cierzo rugiente se los llevó esparciéndolos por toda la ciudad. El Pilar llevaba minutos alzándose de nuevo, piedra a piedra, y sólo quedaba la cúpula central por reconstruir, a lo que por cierto San Valero estaba ayudando llevando piedras y tejas. Goya mientras tanto pintaba los techos del interior con una velocidad sobrehumana. El suelo se cerró y no quedó rastró de bichos, espíritus o demonios. La gente volvió a la plaza a aplaudir el espectacular despliegue de medios del Circo del Sol. La Virgen se petrificó. San Valero la llevó a su capilla y después se subió a su pedestal frente al ayuntamiento. Wojtyla ascendió a los cielos con una sonrisa eterna. Y Ratzinger, Bambino, las monjas y los alabarderos de la Guardia Suiza flotaban sobre un aura pontificia que les llevaba a Roma. No dejaron de saludar mientras se marchaban. En tierra firme, Giuseppe y Livia y sus seres queridos los despedían con cariño. Habían ganado los buenos.
Giuseppe y Livia decidieron casarse por la iglesia. Se marcharon a vivir a Massachussets, a la ciudad de Salem. Allí tuvieron a su única hija, a la que pusieron de nombre Perla. Agudizaron su fervor religioso volviéndose trascendentalistas, y vivieron felices y plenos en comunión con la naturaleza y la divinidad que emanaba de ella.

miércoles, 25 de abril de 2012

Puto MRW

Yo ya sé que subnormales e incompetentes tiene que haber en todas partes pero, ¿por qué tienen que estar todos en MRW? Después de estar escuchando a un contestador de la madre de que les parió diciéndome que “le atenderemos inmediatamente” hasta que se ha agotado la sintonía dos veces, la misma hijadeputa del contestador me ha dicho que no me pueden atender que deben estar todos intentando usar a la vez la neurona que comparten esta panda de inútiles. A la tercera llamada me ha salido otra pava automática aclarando que el horario de atención ha finalizado. Pero, hijadeputa, ¿qué atención? ¿Los quince minutos que me tirado escuchando vuestra mierda de sintonía, que por lo menos la de Ono es pegadiza y las venezolanas se ponen –tarde, pero contestan?
Lo que no me explico es por qué me venden en la agencia –que por cierto está en a tomar por culo– que el envío se realiza en 24 horas. Los cojones. Pero bien cuadrados. De otro modo, es absurdamente inexplicable que pidiera mi paquete el jueves y el miércoles siguiente no esté todavía en mis desgraciadas manazas, sino en las de estos gilipollas. Vale que había un lustroso puente por en medio, pero no es de recibo. Y no hace falta acabar la ESO para comprender que si acuerdo la entrega de 4 a 8 por mucho que vengan por la mañana no voy a estar. O igual son tan hijosdeperra que lo hacen a sabiendas y así justificar que el cliente no se encontraba en su domicilio y ganar dos años de espera. Poco importa que haya reconcertado la entrega para la siguiente tarde: dos horas más de infructuosa espera.
Pero estoy tranquilo. Sé que la crisis nos está pegando duro pero los retrasados mentales tienen una oportunidad: los cogerán en MacDonalds o Telepizza. Si no valen, siempre pueden acudir a MRW. No sé cuánto les pagarán pero seguro que el triple de lo que se merecen.
Estaría bien que a su puñetera madre le tuvieran que transplantar un riñón y traerlo por MRW. Así espabilarían esta panda de borderlines entre la inoperancia y la idiotez suprema. Eso sí, la madre la palma fijo. Esperemos que cuando llegue el retrasado con el paquete no le cobren un riñón al cadáver. No lo creo. Probablemente nunca llegará.

lunes, 23 de abril de 2012

Amor sagrado (3/4)

Giuseppe temía por el honor de su añorada Livia. Corría grave peligro en las dependencias de Magliatti. Pero no se atrevía a hacer nada. Su amor estaba prohibido. Su sentido del deber y de la responsabilidad le atenazaba. Tampoco Livia disfrutaba plenamente de los cruces casuales por los pasillos. Se sentía pecadora y vil, y se castigaba por las noches con doble ración de azotes y extra de Ave Marías. El sufrimiento se agravó con el temido regreso del oscuro cardenal. A un amor prohibido y una virtud en interrogante se sumaba una jerarquía desviada y abusiva. No podían desobedecer al santo padre, pero tampoco admitir el retozo forzoso saltándose de un plumazo todos los preceptos católicos. Sor Liviana sentía que de un modo u otro se iba derechita al infierno. No podía entenderlo. Y surgieron las dudas espirituales. El amor a Pepino la liberó de la culpa, el remordimiento y la búsqueda de la virtud. Ya no quería ser monja, ni célibe, ni planchar los calzoncillos de monseñor Magliatti. Mucho menos arrugárselos. Sí. Dejaría la iglesia. Pero, ¿la seguiría Giuseppe?
La respuesta fue no. El padre Giuseppino consideraba su amor por Sor Liviana una inclinación natural de sus almas juveniles y fogosas. Admitía su debilidad y la controlaba. Pero su deber estaba antes. No podía dejar a Dios. Y no iba a servirlo sin el alzacuellos. Su relación con Livia sólo podía ser platónica. No era pecaminosa si no había pensamientos calenturientos. Pero a veces el atractivo cura también rezaba por las noches en señal de penitencia.
Aquella tarde apenas había servicio en la casa del cardenal Magliatti. A los que disfrutaban de permisos vacacionales se juntaron los que habían ido a la liturgia de Ratzinger en San Pedro. Eso incluía al propio cardenal, a Pepino y a varias monjas. Livia, sin embargo, estaba en la casa, casi en total soledad. Entonces apareció el cardenal aquejado de una indisposición. Livia le miró directamente a la cara. No parecía muy indispuesto. Más bien lo contrario: estaba muy dispuesto a ponerle los cuernos al Señor. Sor Liviana lo sabía. Decidió que aguantaría el chaparrón con resignación cristiana y nunca lo contaría a nadie.
Pero no hubo tormenta. El huracán Giuseppe apareció por la puerta y forcejeó con la mole de raso rojo. El sacerdote había sospechado que hoy era el día señalado y no estaba dispuesto a abandonar a su querida amiga. A su amor verdadero. A su vida hecha sueño. Arremetió contra Magliatti con tanta virulencia que lo tiró por las escaleras. El golpe pudo haberle roto dos costillas. O no haberle hecho nada. En lugar de eso, le fracturó el cuello y la vida. Andrea falleció rápido. Tenía los ojos saltones muy abiertos; la lengua medio sacada; la túnica rasgada por el forcejeo con Giuseppe; los calzones por los tobillos; las manos sudorosas; la tez demasiado blanca. A éste ya no había Dios que lo resucitara.
Giuseppe y Livia se salvaron en un abrazo redentor. La culpa, el miedo, la fatalidad… todo se disipó entre sus brazos de caramelo y la armonía de miradas extasiadas. Desde que Livia naciera, habían perdido veinte años de su existencia. Ahora todo tenía sentido. El sol parecía traspasar las paredes e iluminarles el alma. Y los ángeles del cielo parecían revolotear entre sus cabecitas cantando con voces de soprano. Nada importaba. Ni siquiera que el hombre más influyente de la cristiandad apoyase su mortaja en el piso inferior. El amor todo lo puede. Y ellos debían honrar a Dios a su modo. Ahora estaba claro.
El único problema era que habían cometido un asesinato, por muy accidental que fuera. Livia le pidió carretera y manta a Giuseppe, pero el sacerdote convino que debían asumir sus responsabilidades. Pese a la que les iba a caer encima, estaban felices. Lo que hace el amor verdadero. Fueron inmediatamente a las dependencias de Benedicto XVI. Le solicitaron audiencia al Camarlengo, quién les aseguró una espera breve. Tratándose del Papa podrían ser días o semanas. Sin embargo, a la mañana siguiente, sobre el mediodía, Ratzinger los recibió. Giuseppe y Livia le explicaron al Sumo Pontífice que se amaban a fuego y que debían servir a Dios juntos y no por separado. También le expresaron su deseo de casarse tan pronto como tuvieran disposición eclesiástica y penal para hacerlo. Que asumían sus equivocaciones y que esperaban su penitencia. Sin duda a esas alturas Benedicto ya sabía del accidente de Magliatti. Pero Ratzinger no les impuso condena ninguna. No vino la Guardia Suiza, ni los carabinieri, ni nadie. Tan solo escucharon un rezo del pontífice y una sábana de buenos deseos para el futuro. Eran libres de marcharse. Giuseppe intentó hablar, pero Livia lo cogió del brazo y se lo llevó entre reverencias al Santo Padre. Los trenes sólo pasan una vez, y éste corría mucho. El siguiente les llevó a Venecia. Flotaban en un sueño, y ni siquiera se habían besado.
El hotel Danieli era carísimo, pero la ocasión lo requería. Pidieron habitaciones contiguas. Todavía no sabían que hacer con sus vidas más allá de vivirlas juntos. Se casarían por lo civil, por lo religioso, por el rito balinés, rompiendo un cántaro, vestidos de Elvis, no se casarían…nada había sido planeado. De momento sólo anhelaban disfrutar de su preciada compañía entre los canales del mar Adriático.
Pero la felicidad plena a mitad de historia siempre es preludio de desgracia. Giuseppe empezó a comprenderlo cuando observó fugazmente la silueta inconfundible de Magliatti cruzando un puente sobre los canales. El fantasma se disipó inexplicablemente dejando al pobre sacerdote con pensamientos macbethianos: culpa, remordimiento, alucinaciones, locura y enajenaciones diversas. Livia intentó sin suerte despejarle la cabeza, pero el pobre Pepino ya estaba nublado por las brumas de confusión. El cardenal de la muerte volvió a aparecerse, esta vez a ambos, sobre el puente de Rialto. La verdad se abría paso a empujones entre el murmullo de la lógica.
Si necesitaban más indicios los tuvieron pronto. Facebook no miente. Y el de Livia decía que Jordi había muerto en extrañas circunstancias: crucificado boca abajo con un mensaje en italiano pintado en sangre propia sobre su pecho: “Para mi servicio personal”. Ambos se murieron de miedo, resucitaron de terror y continuaron asustados. Cardenal Magliatti estaba vivo, vivísimo, o había venido del infierno aprovechando que jugaba en casa. Giuseppe y Livia se apresuraron a coger un avión con destino España, pero antes de embarcar recibieron el segundo palo: Bambino, el primo pequeño de Giuseppino, había sido salvajemente empalado con una lanza de la Guardia Suiza de El Vaticano. Temieron por sus vidas, pero especialmente por las de sus seres queridos. La rabia y el dolor se amalgamaron en sus estómagos. Vomitaron impotencia y volvieron a tragársela. Para cuando llegaron a Zaragoza, los padres de Livia ya tenían una hija huérfana. Giuseppe intentó impedir que Livia viera los cadáveres, pero la muchacha insistió. Su madre había fallecido merced a una inexplicable alergia a la ostia sagrada de la comunión. Nunca había tenido antecedentes. En su entierro, la pesada losa cayó sobre la cabeza de su padre en sentido mucho más real que figurado tras otra fatalidad inexplicable. Los presentes quedaron catatónicos. Y la pequeña Livia, a la que se daba por desaparecida, no llegó a tiempo de nada más que de ver la dedicatoria de Monseñor Magliatti en las tres mil rosas que le mandó a la familia ante tan dolorosos sucesos.
Livia no quería seguir. Salió corriendo del cementerio y vagó sin rumbo por la ciudad. Llegó al puente de hierro y cargó su mochila con piedras pesadas. Cuando apenas podía llevarlas se tiró al Ebro. Sintió sus pulmones respirando agua y una oscuridad húmeda y reumática. Hubiera querido toser, pero la asfixia se lo impedía. Luego convulsiones, espuma por la boca y un dolor estomacal insufrible. No hay mayor dolor que matarse y quedarse a medias.


miércoles, 18 de abril de 2012

Amor sagrado (2/4)

Los nuevos estudios universitarios trajeron buenas noticias. Su grado en educación primaria iba premiado con cuatro becas Erasmus para Berlín, Pau, París y Roma. Livia consiguió la primera plaza sin discusión. Su nueva casa estaba a siete paradas de metro de El Vaticano. A sus padres no les hizo mucha gracia que la niña se marchase con 18 años a la ciudad eterna, pero no pudieron detenerla. Nadie en el mundo hubiera podido hacerlo.
La joven pasaba las mañanas en la facultad y las tardes registrando El Vaticano. Ni rastro de Giuseppe. El curso murió, y Livia abandonó su sueño de volver a ver al gran y único amor de su miserable vida. Su última noche en Roma iba a ser también su última velada en este mundo. Llenó su mochila con todos los libros de la facultad y se arrojó con ella al río Tíber. Sintió sus pulmones respirando agua y una oscuridad húmeda y reumática. Hubiera querido toser, pero la asfixia se lo impedía. Luego convulsiones, espuma por la boca y un dolor estomacal insufrible. No hay mayor dolor que matarse y quedarse a medias.
Suicidarse junto al convento de las hermanas de San Juan de Dios de la isla tiberina es lo que tiene, que igual llegan las monjas y te socorren cuando no quieres ser salvada. Pero las secuelas fueron terribles. Livia sufrió neumonía durante meses. Pareció que el señor se la llevaba, pero no había manera. Tampoco pudieron encontrarla sus padres. La corriente del río se había tragado la identificación de la muchacha junto con sus pesados libros de magisterio. Y las monjas no eran muy duchas a la hora de publicitar a una enferma convaleciente que se debatía entre la muerte y la muerte en vida tras las clausuradas paredes de su pétreo convento. Por eso se la dio por desaparecida de puertas afuera.
A los trece meses Livia Jiménez Rubio estaba preparada para casarse… con Dios. Nada tenía sentido fuera de su convento, con sus hermanas, dedicada a la oración y las pastas tiberinas. Era una novicia como había sido todo lo demás, ejemplar. Pronto se ganó la admiración de sus compañeras por su abnegación y sacrificio, y llegó el momento de ordenarse monja. La ceremonia sería la primera y única ocasión en que la hermana saldría del convento, pues era costumbre en Roma que el cardenal Magliatti oficiase los nuevos cargos eclesiásticos en la basílica de San Pedro.
Andrea Magliatti era un cardenal mucho más interesado en el poder que en la virtud. Aspiraba al trono de Benedicto XVI y era uno de los mejores colocados para sucederle o sustituirle, según las maquinaciones que pudiera estar orquestando. En todo caso, eran sobradamente conocidas en la Santa Sede sus inclinaciones carnales. Se le había visto frecuentando prostíbulos exclusivos y casas de altos cargos políticos. Tenía predilección por las jovencitas a las que a menudo doblaba o triplicaba en edad y peso, pues monseñor Andrea ya no cumplía los 57 y pesaría más de 99 kilos. Sin embargo, tan enrevesados eran los tentáculos de su influencia que nadie osaba decir ni cuestionar nada, ni siquiera el Santísimo Padre, que bastante tenía con aprender español inteligible y navegar por el blog del Pontificado con un mínimo de dignidad.  
El santo día de la ordenación –o de la recolección, como solía considerarlo Magliatti– había más de setenta nuncios esperando jurar su cargo de rodillas ante el cardenal. Éste aprovechaba para seleccionar monjas para acomodar sus dependencias. Siempre eran muchachas jóvenes y hermosas. Ninguna osaba rechistar, aunque la mayoría ya sabía lo que significaba ponerse al servicio del orondo cardenal. La virtud también consistía en obedecer sin cuestionar y saber guardar silencio.
Todo eso no lo sabía Livia, o desde ese día Sor Liviana, pero Sor Bámbola se lo estaba explicando cinco minutos antes de que besase el anillo del santo padre cardenal Magliatti. A tenor de sus ojos de cuervo clavados con intensidad en el rostro de la novicia, no cabía duda de que Livia sería apartada para el servicio personal de su santidad. Y ella no iba a pasar por eso. Se casaba con Dios, no con su monseñor. Su mirada era desafiante y colérica. No se lo iba a poner nada fácil al baboso. Pero cruzó su mirada con la madre priora del convento, y ésta le indicó con un sesgo fulminante que ni se le ocurriera negarse a la voluntad de Magliatti.
Pero Sor Liviana no iba a ceder. Presentó un duelo visual con su antagonista. Él la miraba con lascivia. Ella con arrojo y desprecio. La tragedia estaba cogiendo asiento en primera fila. Las monjas del convento bajaban la cabeza para no contemplar el cisma irreparable. De ésta las mandaban a todas a la selva colombiana de misiones. Magliatti esperaba el momento con un creciente regocijo. Hacía años que nadie le presentaba batalla. Disfrutaba pensando en cómo iba a humillar a aquella novicia arrogante. Livia preparaba su negativa con furia escondida. No tenía miedo. Ya nada importaba. Si Dios quería eso de ella, es que Dios era mentira o también le tenía miedo al retorcido cardenal.
Sólo quedaban dos monjas para el estallido confrontacional. Llegó el momento. Livia besó el anillo con distancia. Magliatti hizo el gesto inequívoco de “para mi servicio personal” esperando una reacción colérica de ella. Pero nunca llegó la sangre al río. Sor Liviana estaba en trance. Obedeció como un corderillo. Su mente estaba en otro lugar. Había visto la luz. Al menos, eso pensaron sus hermanas. En realidad, Livia había visto cojear al sacerdote que acompañaba al cardenal. Era Giuseppe.
Sor Liviana tardó tres meses y catorce días en coincidir con el padre Pepino, Giuseppe. Aquella tarde de lavandería pudieron ponerse al corriente de sus desventuras. La sola dicha de compartir siete minutos a solas compensó a ambos de todas sus tribulaciones. Así supo la joven que el accidente que tuvo Giuseppe con la lanza clavada en el metatarso le costó el puesto. No había guardias cojos. Pero pudo continuar su carrera eclesiástica y ordenarse sacerdote. Durante los últimos años se había debatido entre el fervor a Dios y el amor terreno por una muchacha española, sin poder despachar de su corazón a ninguno de ellos. Giuseppe también conoció de las nuevas inclinaciones pías de su amada, y de sus nunca olvidadas aspiraciones sentimentales con un soldadito de la guardia suiza de El Vaticano. Estaban felices de poder compartir su rutina entre los mismos muros. La sotana le confería un aire interesante al joven, y el hábito de monja destacaba la pureza del rostro de Livia. Si era un duelo entre el amor terreno y el divino, Dios llevaba las de perder. Pero no su representante: Magliatti había procurado tener cerca a Livia con el propósito de intimar, y sólo la habilidad de la monja para evitar quedarse a solas con el honorable padre le había mantenido lejos de excesivos afectos cardenalicios. Pero el tiempo se agotaba. Monseñor Andrea llevaba un mes en misión diplomática en Rusia, y a su vuelta esperaba cerrar cierto asunto con Sor Liviana. No soportaba perder, y tampoco le gustaba esperar.

domingo, 15 de abril de 2012

Crítica a los críticos de Luces Rojas

Hay dos tipos de curiosos cinematográficos: los que leen las reseñas antes para decidir si ven la peli y los que las consultan después para discrepar de ellas. Yo soy de los dos pero en este caso ni las previas ni las posteriores tenían demasiada relación con el filme.
Partiendo de que hablar de una película sin destriparla es muy difícil, ¿cómo cojones hacemos todos los pseudocríticos para analizarla de un modo tan lamentable que nadie se entera de lo que le estamos contando sin haberla visto primero? Para no spoilear el largo nos empeñamos en encriptar el contenido, inventar metáforas absurdas, marear la perdiz hasta que la llenamos de perdigones e incluir media docena de cultismos más o menos bien ajustados a lo que queremos expresar. El lector, por lo general, saca una conclusión somera –la peli va de esto o lo otro– y otra certera –el crítico se ha metido en otra sala.
Y es que a veces somos unos sobraos pagados de nosotros mismos y de nuestra capacidad para encajar con toro hidráulico conceptos que creemos insertar con destornillador de relojero. Nadie se entera de la crítica cuando la salpicamos de palabros eruditos que quedan de puta madre pero no aclaran nada. “Es que no quiero reventar la película”, decimos. ¡Pero qué película! ¡Si te has montado otra diferente! Si sigo leyendo seguro que el monstruo de Frankenstein se pelea con Alien en un guiño cinematográfico hacia pasados exitosos de las viejas glorias que trufan el celuloide.
Aviso y guiño al primer grupo de lectores de críticas: aquí, y desde ahora, SÍ VOY A CONTAR EL FINAL. Vamos allá. Las luces rojas del título es una metáfora que refiere a las cosas anómalas en una situación aparentemente lógica. Y a eso se dedican la doctora Margaret Matheson y su avanzado pupilo el doctor Tom Buckley, a analizar fenómenos sobrenaturales para desmontar tramas fraudulentas, tirar del alambre de espiritistas levitadores y apagarle la vela a iluminados de pacotilla. Durante muchos fotogramas se juega con la sensación de picotear con uno y otro género, evitando en el espectador el etiquetaje temprano del filme –cómo les jode a los críticos no poder clasificar el producto–. En fin, que Rodrigo Cortés no se acaba de decidir si estamos viendo un Cazafantasmas en plan oscuro, un Expediente X venido a menos, una peli de exorcismos y casas embrujadas, un thriller espiritual… o una ensalada de tópicos bien aliñada en sorpresas.En lo que a mí concierne… ¡acierto! Para mis amigos los críticos responsables… ¡error! Bueno, pues los doctores en física abordan los fenómenos para anormales como eso, como una colección de estafas y fraudes para frikis y desesperados de la vida, de esos que pagarían dos mil euros por una receta mágica de zumo de naranja con aspirina infantil para curar un cáncer de páncreas terminal.
Charlatanes los ha habido siempre, que se lo digan a las cartas,  a las estrellas y a los pepinos, pero aquí aparece el vidente superior, Simon Silver, un iluminado tan supremo que a) no hay quién lo pille o b) es tan excelso que hasta la doctora Sigourney Weaver llega a dudar de sus creencias y arrimarse fugazmente a las de él. Hacer vacilar a una tía que guardaba una puerta interdimensional en su nevera y que no sólo combatió al octavo pasajero, sino que hasta se lo pasó por la piedra –véase Ghostbusters y Alien– no deja de tener su mérito, por mucho que te llames Robert de Niro y hayas interpretado a Vito Corleone, Jake Lamota y Travis Bickle en tiempos de bonanza fílmica. La película pues cabalga entre unas cosas y otras, aunque siempre se nos presentan los hechos desde el punto de vista de los científicos. Llegado el clímax dramático, cuando la doctora ya está en el más allá sin médium y la caza del farsante ya es algo personal para Tom Buckley, y cuando esperamos evidencias de que Silver es un camelo bien organizado, no como la Ann Germaine, o un tocado del ala o de Dios, pues aquí llega el giro revolucionario, toda vez que al pobre físico le dan una paliza de muerte para disuadirle. El pastel se va a descubrir, el pulso personal entre la ciencia y lo sobrenatural va a resolverse, Tom va a desenmascarar a Silver o el dotado convertir al físico para la causa paranormal… entonces Cortés se saca de la chistera el conejo que había guardado hace rato: el que tenía poderes era Tom Buckley. Él y sólo él provoca que salten todos los fusibles, que los pájaros se estampen contra el cristal, que la luz baje de tensión ante su magnetismo personal, que las cucharas se doblen. El duelo acaba cuando Buckley, brutalmente magullado, se enfrenta a la liturgia del sanador y lo peta. Lo peta literalmente: revienta bombillas, fluorescentes, cuadros eléctricos, cruje el suelo, tiembla el techo y demás manifestaciones de poder crudo. Silver no sale de su asombro y se limita a preguntar “¿Cómo lo ha hecho?” Como si el único mérito de Buckley fuera hacer trampas mejor que él. Incrédulo por naturaleza y creyente por negocio, Simon Silver, el ciego que veía todo el rato, no acaba de ver la luz que acaba de iluminar su farsa.
Y así acaba el filme, con un charlatán más o menos evidenciado y un científico con poderes que se revela por fin ante el mundo, aceptando finalmente que todas las cosas sobrenaturales las había provocado él mismo, aún sin querer admitirlo. Y qué escena. Mediante flashbacks y una banda sonora memorable el espectador comulga rendido al genio del director.
Menos mis amigos los críticos orgullosos. Éstos no pueden admitir que les han timado el intelecto, que han engañado a sus mentes superiores. En lugar de reconocer con humildad y asombro que el final les ha sorprendido, que nunca lo hubieran imaginado, prefieren tachar la película de tramposa. Vale que ciertas cosas quedan en el aire, y que algunos flecos no parecen atarse de manera lógica, pero tampoco es una chapuza de guión. Dejémoslo en que las interpretaciones a posteriori permiten colocar casualidades y desgracias en cada sitio, y que las grandes obras jamás son puras, sino amalgamadas, confusas, ambiguas y abiertas a tantas conclusiones como cabezas pensantes. Si los supercinéfilos esperaban más del largo, quizás es que partieron de la premisa equivocada. Es malo venir al cine con prejuicios. Y es nefasto comparar la genialidad de Luces rojas tomando como referencia la excelencia de Buried. Porque al final uno cae víctima de sus propias y obtusas limitaciones mentales, y de un egocentrismo hedonista que impide recular, admirar o reconocer que has caído como un niño inocente. Y que no pasa nada. A mí también me la han colado. Y me gustó que me sorprendieran. No necesito ponerme por encima de la obra. Hablar de algo nunca será más importante que la cosa en sí. Una crítica nunca será mejor que una película. No hace falta enrevesarlo todo con vocabulario elitista para adornarse uno el orgullo. No era éste el juego. ¡Cuánto nos cuesta admitir la gloria ajena! En lo que respecta a los críticos de tercera como yo, que siga Rodrigo Cortés fabricando bazofia. Es caviar del bueno.

jueves, 12 de abril de 2012

Amor sagrado (1/4)

Era la primera ocasión que Livia Jiménez Rubio visitaba el Estado Vaticano. El viaje satisfacía en ella una doble ambición. Por un lado, la muchacha se desmarcaba del somero control paterno al que sus progenitores la sometían. No es que le exigieran una vida de prudencia y sacrificio, aunque Livia tampoco adolecía de ellos. No en vano era de las mejores de su clase en rendimiento escolar. Nunca llegaba la primera ni se iba la última en las fiestas. Frecuentaba poco los botellones de sábado y rara vez bebía más de lo que quería. Para ella, la amistad no era emborracharse hasta superar a su mejor amiga en intoxicación etílica. De un modo u otro, la pequeña Livia siempre estaba en su sitio. Pero tenía quince años. Y a esa edad pocos son los que aceptan todo lo que dicen los de arriba. Por eso tenía ganas de sacudirse la autoridad parental aunque tuviera que irse de viaje de estudios para ello. Conocía a los profesores y confiaba en disfrutar de muchas más licencias de las que tendría en su habitación.
El segundo motivo por el que Livia Jiménez deseaba conocer El Vaticano era menos rebelde y más existencial. Empezaba a tener sus primeras crisis de fe. Antes creía y rezaba sin plantearse cuestiones metafísicas, aunque sin caer en el fanatismo religioso. Pero el accidente mortal de tráfico de su mejor amiga  le resquebrajó los cimientos espirituales y ella, acostumbrada a la solidez de sus preceptos y a la seguridad de sus esquemas, temía profundamente que se le cayera el edificio. Un peregrinar por la catedral de la cristiandad podría esclarecer sus dudas y decantar sus fervores.
Las paredes de El Vaticano no reforzaron sus axiomas. La suntuosidad y poderío de la iglesia obró en ella una suerte de distanciamiento empático. ¿Dónde estaban la humildad y la pobreza de la que hacían gala los maestros de la cruz? En cada estatua, columna, capitel, capilla, obispo y cuadro Livia creía ver lo mismo que en Las Vegas, Disneyland o Marina d’Or: negocio puro y duro. Tampoco comulgaba con otros preceptos cristianos como la sexualidad exclusivamente procreadora, la condena de todo tipo de hedonismo, experimentación carnal, aborto, eutanasia o diferencia ideológica. Para cuando salió por la puerta grande de San Pedro su religiosidad ya se había hecho muy pequeña. Necesitaba creer en algo y el catolicismo le había decepcionado.
Entonces su alma se llenó de Giuseppe. Sus miembros quedaron inertes, como flotando en un cosquilleo hormigueante que les comía la sensibilidad motriz. Livia creyó levitar entre cúmulo-nimbos cuando vio al jovencísimo soldado de la Guardia Suiza solemnizando la puerta lateral izquierda. Sus rasgos mantenían la compostura del cargo. Sus ojos se perdían en el infinito, como si pudiera ver más allá de las gruesas columnas de granito. Era un muchacho apuesto, de unos 22 años, tal vez menos, aunque el uniforme le confería mucho porte. Tenía la piel blanca y suave, los labios deliciosos y el mentón anguloso. Livia no consiguió captar su mirada, y lo único que pudo hacer fue cortar su trayectoria visual superponiéndose sobre ese horizonte insondable que el joven oteaba. Sus ojos pues se cruzaron, y el mundo se hizo añicos, colisionó contra sí mismo y se detuvo congelado en millones de partículas.La mirada de Giuseppe desprendía tanta ternura que Livia se re-enamoró mil veces hasta reventar de plenitud y dicha. Aquello era algo nunca dibujado, escrito o soñado por ningún artista, poeta o ideólogo. Lo que ambos estaban sintiendo en ese colapso de miradas dejaba el amor en artificio barato, sucedáneo de lo verdaderamente pasional, como si lo conocido hasta la fecha no fuera sino las sombras de la verdad en el mito de la caverna de Platón.
Livia no supo cuánto tiempo estuvo enganchada a los cristalinos eternos de Giuseppe. Por momentos, pareció perder millones de neuronas hasta rebajarse al punto de la idiotización. El amor tiene estas cosas. El de verdad ya te deja para el loquero. Las risas generalizadas de sus compañeros de instituto no la descolgaron del trance. Tuvo que ser Jordi Solans el que la zarandeara sin ternura hasta recuperarla para la causa. Jordi no era el mejor amigo de Livia, pero le tenía un afecto verdadero. Era un chico heavitrón de fuertes inquietudes científicas y gustos musicales duros. Su toque siniestro no  engañaba a nadie. Era un muchacho desprendido y de gran personalidad. Un genio de corazón tierno. Sólo así se explica que se empeñara en fotografiarse con un crucifijo gigante o con unas monjas enseñando su camiseta heavy del anticristo. En un mundo donde todos se empeñaban en aparentar ser mejor de lo que realmente eran, Jordi fingía ser peor de lo que delataban sus ojos bondadosos. Pero el engaño era tan obsoleto como inocente.
Livia recuperó el habla, pero su mente continuaba a kilómetros de distancia, bailando sobre las estrellas con Giuseppe, y su vals desprendía briznas de plata sobre el firmamento que los niños podían admirar con sus enormes ojos abiertos y la boca en escorzo de asombro absoluto. Los compañeros seguían riéndose de su empanamiento sentimental, pero su rostro destilaba una belleza que no parecía tener antes, como si un foco estuviera permanentemente iluminando sus facciones.
Marcharon a la Plaza de España de Roma, pero ella continuó en El Vaticano de mente presente y cuerpo ausente. Pasaron las horas y la pobre Livia seguía atrapada en un sueño. Ella, que nunca derrapaba un ápice sobre el tapiz de la vida, caminaba ahora con pisadas de fuego arrasando la alfombra a su paso. Creyó morirse de pasión pero de su corazón resurgía una fuerza incontenible cual ave fénix en época de apareamiento. El amor la había matado y ya no era ella. Sólo era Giuseppe. Todo su universo era él y Livia podía sentirse ínfima frente a una partícula de polvo que rozase su uniforme azul cobalto. Tenía que volver a verlo o arrojarse al Tíber.
La mañana siguiente los chicos tenían tiempo libre para comprar chuminadas o, en el caso de Livia y Jordi, para conseguir la foto con las monjas o el Facebook de Giuseppe. Realmente el muchacho metalero hubiera podido prescindir de su recuerdo con las hermanitas, pero era una buena excusa para hacerle el favor a Livia sin que lo pareciera realmente. El apuesto soldado seguía allí, tan flemático y bimbollesco como siempre. Esta vez Livia no se fue sin regar sus oídos con la melodía de ambrosía que emanaba de los labios carnosos de su amado. Su voz era dulce y firme, calmada y templada. Su contenido, sin embargo, era un poco más desolador. Giuseppe y Livia compartieron sus nombres, pero el joven no quiso darle más datos a la desgarrada muchacha. El Vaticano no permitía el contacto virtual de la Guardia Suiza con el mundo exterior. Giuseppe no tenía Facebook, twitter, tuenti, email, móvil, fijo, dirección, blog, whatsapp o apartado de correos. O tal vez no estaba interesado en la quebradiza jovencita, cuyos ojos ya se inundaban al baño maría. Tan intensa era la tristeza de Livia que el dolor pasó por ahí y se sintió afortunado. Jordi no sabía cómo recuperar a Livia. De seguro se arrojaba al Tíber. Pero los ojos de Giuseppe también sufrían una aflicción de mil infiernos. Tan irrefutable era su agonía que tuvo que clavarse la lanza en un pie para justificar su llanto ante el Camarlengo que revisaba las tropas. Surrealista, pero efectivo.
Livia acabó cuarto con mucha más pena que gloria. De hecho, casi se cargó el curso. Su media bajó de 9’5 a 5’8. En bachillerato retomó sus calificaciones reales pero nunca fue la de antes. No hablaba con nadie, no reía, no sentía. Seguía nadando en alta competición pero no parecía llenarle. Su mente estaba en el país más pequeño del mundo.

miércoles, 11 de abril de 2012

La noche más oscura, de Ana Alcolea


La novela se ubica en un lugar exótico, un faro rojo en el mar frente a la costa noruega al que sólo se puede llegar en barca y si la climatología lo permite. Esos parámetros más el título de la historia presagian una historia de terror clásica, con refugios aislados y solitarios y difícil acceso.
Sin embargo, los hechos que se describen pertenecen principalmente a un pasado histórico. La acción reservada a los protagonistas es costumbrista y de género romántico. Ana Alcolea juega con los sentimientos de los personajes proporcionándoles un contexto familiar adecuado –Mercedes no tiene pareja, y Lars es viudo, y los chicos también están “disponibles”–, un emplazamiento de cruda belleza, naturaleza desatada y poca tecnología, y unas limitaciones cronológicas importantes, pues todo lo que deba pasar deberá ocurrir en diez días. En ese tiempo, Mercedes tendrá tiempo de desconectar y de sentirse atraída por el único hombre a su alcance en toda la novela, aunque no llegan a cerrar su romance. De hecho, apenas lo abren. Valeria, en cambio, sí llega a consolidar su aventura con William, algo que parece cantado desde el comienzo de la historia. La joven china, además, tendrá tiempo de autopsicoanalizarse, pintar paisajes, probar la carne de alce y conocer en sucesivos sueños al abuelo de William o a su fantasma. Es esta relación onírica o espiritual la que abre la puerta al pasado, al año 1941 y al drama de los prisioneros rusos obligados a construir un aeropuerto para ayudar forzosamente a los nazis en su guerra europea. El frío, la crudeza de la misión, la desesperación, el cansancio de los soldados rusos se ven refrendados por el día en los indicios de aquella porción de guerra librada en tierras noruegas: el almacén lleno de fotos de los nazis y los reos, la cabaña del lago, el faro y su componente estratégico, los documentos de fallecimientos, y finalmente la radio enmusgada entre las rocas de los islotes. Por si fuera poco, y para sumar nuevos argumentos a las historias cruzadas del amargo pasado y la romántica actualidad, Mercedes se está leyendo una historia de prisioneros en la II Guerra Mundial. Así justifica Ana Alcolea unos primeros episodios que se alternan entre las vacaciones de Valeria y Mercedes en el faro y el drama de Dubrowski y Pawlov en el frío de la cautividad, el abuso y el dolor. Tendrá que venir Erlend Nilsen para impartir orden en semejante caos argumental. La autora conecta con brillantez así ambas tramas, aunque deja los episodios iniciales ocurrir sin soporte narratorio, un artificio de ejecución muy plástica.
En la guerra la trama es bastante ágil. Se pueden sentir las duras condiciones de vida para los prisioneros, el narcisismo del que se cree vencedor, el frío de trabajar al aire, la desesperación de saberse muertos en cuanto ya no puedan seguir trabajando, la oscuridad eterna en una cárcel sin comodidades ni plazos de indulto más allá de los que proporciona la propia muerte. Y sin embargo, todavía vemos posturas heroicas: el héroe de sentimientos encontrados que sabe que debe sobrevivir para proporcionar valiosa información a los aliados, que paradójicamente necesita de la muerte de sus compañeros para escapar; el niño Erlend que arriesga su vida por colaborar a una causa justa; el doctor y los familiares de Erlend que se la juegan construyendo una radio y pasando información; los soldados comidos por el frío helador que intentar criogenizar la muerte. La tensión se masca en cada página y el ritmo contribuye a mantenerla, hasta el punto que a menudo uno tiene la tentación de saltarse los capítulos de Valeria y los suyos para continuar con la historia del pasado.
En cuanto a las vacaciones de Mercedes y Valeria, los diez días casi se reproducen literalmente. No en vano cada día sucede al anterior y cada noche, en lugar de dormir, la joven china avanza en su rompecabezas con la ayuda de sus reveladores sueños. El ritmo es ahora mucho más pausado, introspectivo y costumbrista, hasta el punto que tal vez la novela no podría sostenerse por sí misma sólo con esta parte, o de hacerlo, estaría destinada a un público más adulto. Sin embargo, la falta de acción de la que adolece se ve compensada con el retrato exhaustivo de sus personajes, sus miedos y deseos, y con sus variaciones de ánimo según el curso de los acontecimientos. La escritora enriquece además la historia principal con pequeños detalles de otras heridas mal cerradas, como los recuerdos de infancia de Valeria, la angustia de Mercedes ante el acecho de la madre biológica en la memoria de la joven, sus propias inseguridades como madre soltera y adoptiva, el dolor por la muerte de su esposa en Lars, los sentimientos que florecen en William… Al final, muchos de esos cabos se atan con lógica, y otros quedan colgando de la novela para la posteridad. No se puede arreglar la vida de cuatro personas en 270 páginas. El final, además, deja abierto varios frentes: ¿Continuarán Valeria y William su historia a distancia? ¿Y Mercedes y Lars? ¿Se trasladarán a España? ¿O se mudarán ellas al faro que les guía? ¿Y qué fue realmente de Nicolaj Dubrowski tras huir en el submarino?
En cuanto a los personajes, Valeria es la protagonista principal y se nota. Casi todas las reflexiones, sueños y sensaciones pasan por su cabeza, su piel o sus labios. Interactúa con casi todos los demás personajes, estén vivos o no, y completa la historia con la ayuda de Erlend. Resulta curioso que el fantasma la elija a ella. Probablemente la muchacha tenga una sensibilidad especial para lo sobrenatural. Valeria es espontánea, desenfadada, pasional, sensible y educada.
Mercedes representa la maternidad por encima de todo. Vive su vida pero siempre en relación a su hija, a la que adora, educa y trata en ocasiones como amiga. Sus temores son a veces gigantescos y arrastran los sempiternos miedos de la educación de los vástagos, agudizados aquí por el agravante de monoparentalidad adoptiva. Casi siempre se muestra cariñosa y comprensiva, pero se muestra inflexible con la parte irracional de su hija, rechazando fantasías, erradicando fobias o castigando comportamientos ilógicos. Aquí falla o exagera por su propio miedo e inseguridad como madre y transmite esa rigidez a su hija.
Los personajes de William y Lars están menos matizados. El chico parece simpático, apasionado y sociable. El padre mantiene su encanto pero todavía arrastra la pérdida de su esposa. En cuanto a Erlend, se muestra paciente, cariñoso, cercano y sensato, aunque la familiaridad con Valeria le hace más impulsivo y natural.

Dubrowski es un soldado responsable, realista, sufrido y valiente. Pese a la desesperanza que le abate es capaz de luchar no por su vida, sino por la causa. Su valor queda constatado por su determinación de contactar con los suyos y ayudar. Pawlov es más enérgico, pasional e inexperto. Ana Alcolea tampoco traza más rasgos en el carácter del soldado.
El lenguaje utilizado es llano y accesible. Las descripciones son livianas y tienden más al retrato de personajes que al dibujo de paisajes. Con todo, la autora sabe pintar escenas con belleza. Los diálogos son frescos y coloquiales, no exentos de detalles cotidianos. La narración es en tercera persona, con abundantes datos sobre los estados de ánimo de los personajes, sobre todo de Valeria y Mercedes. Lo que se piensa es mucho más importante en la obra que lo que se dice.
Los capítulos son breves, de fácil lectura, y alternan los episodios actuales con los ocurridos durante la guerra, manteniendo así el suspense. Los sueños de Valeria con Erlend Nilsen conectan ambas realidades. En general, prima lo cotidiano en la actualidad frente a la narración de hechos en la guerra. El final del libro aboca a todas las partes a un mismo desenlace: el final del romance, del casi romance y de la pesadilla de Dubrowski. Todo llega al mismo tiempo que Erlend el fantasma se despide de Valeria y ésta comprende su vertiente onírica –el sueño con su madre y la hidrofobia. El conjunto es de una gran cohesión, aunque a veces parezca recrearse en exceso en lo pequeño e insustancial. Le da empaque a la novela, pero ralentiza el ritmo. Con todo, un ejercicio de literatura con mayúsculas. ¿Para cuando una segunda parte en el pueblo viejo de Belchite con William soñando con Manuel Azaña o Francisco Franco?