sábado, 25 de febrero de 2012

Aspiradoras a domicilio

O condones con agujero, helados hirviendo o ruedas cuadradas para pendientes pronunciadas: la televenta es un timo, un coñazo y la peor profesión del mundo.
He perdido la cuenta de las veces que he recibido a vendedores de humo con las puertas abiertas: en menos ocasiones de las propicias y en muchas más de las necesarias. En ningún caso me han ofrecido algo que me pudiera interesar lo más mínimo.
Y eso que el nota de turno es cada vez más hábil. Te aborda seguro de sí mismo, despilfarrando solvencia, confianza, impecabilidad, soltura y tablas como si llevara toda una vida vendiendo las aspiradoras del título. Poco importa. Nunca voy a cambiarme de compañía eléctrica sólo porque un pavo trajeado afirme que estoy perdiendo dinero, y tampoco me haré socio de Caritas con una cuota mínima de seis euros anuales o seguidor advenedizo de la iglesia de San Agnóstico. Mis comodidades domésticas, criterios éticos o inclinaciones religiosas son demasiado ligeros o profundos –en cualquier caso, demasiado personales– para que el primer coleguita que tenga pico de oro me haga firmar en un papel y yo le compre la moto. Entre otras cosas, porque no me fío un pelo del sistema de venta, de la información masiva, verbal y sin contrastar, y especialmente de los duros a cuatro pesetas, más que nada porque hace tiempo que rula el euro.
No sé si les pasa, pero los vendedores de lo que sea de puerta en puerta me transmiten una sombría desconfianza. Sé que me la quieren meter bien doblada, que tienen argumentos para convencerme de que mi verdadera madre es virgen, y que además no soy un prodigio de asertividad para decir no cuando te enfilan al sí con todas las armas de persuasión masiva que inventaron los filósofos griegos –véase lógica, oratoria y retórica–, pero pese a todo, o quizá por ello, me niego a ceder. Auque viniera una tía en pelotas regalando abrazos con final feliz y una tarjeta gratis del Corte Inglés por las molestias, no lo cogería (el abrazo; la tarjeta tampoco; del final feliz no contesto, según el día).
Por eso, porque todo cuesta algo y tener a un enrollao en tu puerta tampoco puede ser bueno, que me quieran llevar al lado oscuro de Vodafone, Iberdrola o Nescafé me resulta siempre un engaño. Sólo lamento no tener suficiente lucidez mental para desenmascarar la trampa a tiempo y pitera para cascárselo al pobre ambulante en la jeta. Que no, tío, que no me engañas, que no entiendo porqué, pero sospecho de tu Gioconda original pintada por Da Vinci a veinte euros en la puerta de mi hogar. Si al menos me la regalases al suscribirme al Círculo de Lectores…

domingo, 19 de febrero de 2012

La muerte laboral

“¿Cómo se te ocurre hacerte viejo antes de hacerte sensato?”
El rey Lear, William Shakespeare

Jubilarse es morir. No físicamente, no clínicamente, pero sí socialmente. El cuerpo se relaja, la mente se abandona, el reloj despertador acaba en la pared más cercana, los compañeros dejan de llamar y los jóvenes te envidian y ningunean a un tiempo.
De todos los títulos nobiliarios entregados a los méritos hereditarios o aristocráticos, ninguno está tan bien reconocido como tener un trabajo. Un oficio dignifica, ennoblece más que un ducado o un marquesado –aunque proporciona menos guita– y otorga un estatus pleno de persona madura económicamente que se ha hecho a sí misma. La magnitud de esa relevancia la dará el tipo de puesto, la especialización, nómina y otros parámetros infinitos. En general, a mayor categoría académica mayor admiración social, con deshonrosas excepciones, y no siempre mayor salario –acuérdense ustedes de especuladores, futbolistas y bichos de televisión.
Cuando un señor en edad de laborar no trabaja se le mira mal: toma el sol los lunes por vicio o desgracia y ante la duda de ambos siempre se considera que de seguro ha rechazado algún que otro puesto infame. Peor es si tenemos la certeza de que el individuo o individua no va al tajo por decisión personal, porque no lo necesita. Mal estamos si lo más sagrado y a lo que todos aspiramos es a trabajar en lugar de a vivir, y triste que sea imposible lo segundo sin lo primero. Pero estoy cometiendo intrusismo profesional sobre un ensayo potencial al cual aún no le ha llegado su hora. Ya hablaré de la tristeza del trabajo en otra ocasión. Hoy nos ocupa la pena propia y la indiferencia ajena cuando uno no está en la rueda.
Decía que un parado es un ente informe, desgraciado y que da lástima, y al que se observa con alivio propio y cierta sospecha: ¿le echaron por ser vago? ¿tuvo mala suerte? ¿fue poco previsor? ¿por qué no va a recoger fruta? Parece una persona de segunda, y al que sólo se le concede cierta legitimidad a la hora de escudriñar a los demás con el reproche que da verse pateado por el destino. En todo lo demás parece un ser inferior.
El jubilado es un héroe de guerra: una medalla de latón, cuatro palmaditas y a casa. En dos meses te ponemos pañales para que no te hagas todo encima. Te encantará la residencia. No te preocupes, la enfermera es muy simpática, gorda para poder cogerte y con salero para desnudarte con cierta gracia mientras te cambia la muda.
La vejez no comienza a los 65. Perdón. La vejez no comienza a los 67. La ancianidad es una enfermedad que se propaga en cuanto uno deja de trabajar. La mente, las manos, las piernas están gastadas, pero en perfecto estado, lubricadas y funcionando. Cuando uno deja el pico y la pala empieza a morir. Las neuronas dejan de ejercitarse. La responsabilidad se diluye entre llevar a los nietos al colegio y hacerle la colada a la hija. Los paseos por las obras son cada vez más largos. Las meadas entre los arbustos más frecuentes. Uno tiene todo el tiempo del mundo pero a nadie con quien compartirlo. Todos están muy atareados. Y tú sólo eres un jubilado sin problemas, cuando quizás tus problemas sean los más gordos: estás empezando a morir, y cada pensión mensual es un nuevo estacazo en tu vampiresco corazón. Vuelves a tu antiguo trabajo a saludar. Todos se alegran tremendamente de verte. Te recuerdan lo afortunado que eres. Todos se cambiarían por ti. Tú te empeñas en demostrar que estás mejor que cuando trabajabas. Ni tú mismo te crees tamaña mentira. Ellos tampoco. Quieres sentirte parte de aquello que ocupo tus últimos treinta años, pero tus antiguos compañeros se han ido desmarcando hace rato. Te han regateado y no te has dado ni cuenta. Es que tienen mucho lío y claro, tú, como ahora tienes tanto tiempo… Ya no eres uno de ellos. No valoras igual los madrugones, no criticas igual al jefe, si ni siquiera haces ya chistes machistas. Sólo eres un experto en petanca y guiñote. Si hasta tus viajes del Imserso no coinciden con sus minivacaciones en la playa. Te has hecho un extraño; un viejo; un jubilado muerto al que a nadie le importa si te apuntas a la escuela de idiomas o te dedicas a escribir un libro con tus memorias. Si nunca has podido aprender inglés y redactas como el culo. Antes silbabas a las señoritas desde el andamio. Ahora cuando lo haces te escupen “¡viejo verde!”.
Volverías a trabajar si pudieras, pero aunque tuvieras una mínima posibilidad, tus miembros se han hecho torpes, viejunos. Y sólo han pasado unos meses de nada. Pero tu cuerpo ha envejecido veinte años.
Durante nuestra vida laboral invertimos demasiadas horas. Al llegar la liberación perdemos toda fuerza y empuje. Tal vez se debería trabajar hasta el fin de los días, con una disminución lógica y progresiva de las horas laborales. Empezar con seis o siete, no más, para poder vivir cuando uno está fresco, e ir bajando hasta acabar con una o dos horas diarias en la oficina, el garaje o el almacén, adaptando el puesto, adecuando los tiempos, pero siempre en permanente actividad, por liviana que fuera. Uno piensa que trabajar es lo peor del mundo y cuando por fin lo deja resulta que ha dejado de existir. Y lo más duro no es darse cuenta. Lo más canalla es que el resto no se ha pispado; o peor: les importa un carajo desde que cruzaste aquella puerta con los papeles firmados. ¿Para qué preocuparse por uno al que ya no voy a tratar?

jueves, 9 de febrero de 2012

La vecina del tercero

Soy un hedonista de la psique bajo los efectos de las sustancias y sus revelaciones oníricas y alucinatorias. Vivo en un mundo que trasciende las convenciones de éste.

Es mi referente en la vida: sale, entra, abre, cierra, coge, deja, viene, va. Una auténtica ligona. Se dice que ha salido con más de mil chicos. Pero nada de agüeletes de cartera llena y moral vacía, no. Hablamos de pibonazos latinos, musculitos con carrera, ejecutivos engominados, presentadores con pedigrí en la tele, futbolistas que han estudiado, profesores universitarios, compositores precoces… lo mejor de lo mejor. Es una auténtica rompecorazones. No hay ninguno que la pueda atar; ella es demasiado elevada y los demás pura calderilla para sus excelsas pretensiones. No la culpo.
El del bajo, en cambio. Menudo desecho. Vale que el chico será atractivo y estará bueno, pero eso no le da derecho a pasarse por las camas de todas las mujeres de la ciudad. Es un asqueroso promiscuo y salido. Deberían ducharlo con bromuro –o con formol, ya puestos–. ¿Acaso no se da cuenta que un hombre no puede ir por ahí de flor en flor, que está tremendamente mal visto, que ya le llaman de todo y se lo tiene merecido por zorrón? Seguro que cobra por cada sesión.

jueves, 2 de febrero de 2012

Educación para el borreguismo

Tal vez sea una nueva materia a impartir en los centros educativos españoles después del vengativo mandoble pepero contra la ciudadanía, la única asignatura de la que todo bobo habla con pretensión y no conoce en absoluto. Y es que hace falta valor para tenerle ojeriza a algo sin saber qué forma tiene, cómo se expresa y qué persigue, aunque en España –un país donde se culpa a Manuel Pelegrini y se idolatra a los comparsas del Sálvame– ya no resulta extraño cometer atrocidades ideológicas sin criterio ni equilibrio alguno.
Educación para la ciudadanía era una asignatura que intentaba ahondar en las cosas verdaderamente importantes, en los valores, el respeto, las leyes, los grandes conflictos modernos como la desigualdad, la pobreza, la violencia de género, la homofobia… al menos en la teoría, escalón que muchos no se han molestado en pisar. Sin embargo oigo acusaciones de adoctrinamiento, dictadura ética, obligatoriedad de pensamiento y otras barbaridades conceptuales.
La religión católica, opción por la que no siento animadversión alguna, pero que entiendo que debería sacarse de los centros laicos, permanece inalterable en el currículo, imperceptible a los hechos objetivos que nos hablan de un tercio de alumnado –o incluso mucho menos– que la cursan de manera voluntaria o parento-obligada. Cierto es que se la está demonizando hasta el punto de suprimir el consabido Festival de Navidad o renombrarlo a Fiesta de Fin de Trimestre, burdo y despechado ataque contra la tradición mucho más que contra la religión. ¿Es que a nadie se le ha ocurrido atacar la fiesta de Halloween? ¿Y no sería mucho más enriquecedor conocer todas las tradiciones de origen religioso que han trascendido su carácter sacro para abordar su dimensión cultural? ¿No puedo asistir a una ceremonia budista desde el respeto y la curiosidad del mismo modo que la gente se interesa por el rito balinés? ¿Esto no consiste en conocer y respetar? ¿Por qué la gente odia el cristianismo con tanta vehemencia? ¿Tanta mano les metía el cura?
Volviendo a la ciudadanía, y aceptando que el lugar de las ideologías religiosas no debería caber en las limitaciones de la educación “neutra”, me sigue pareciendo increíble que se cargue contra la asignatura por “adoctrinar”. ¿De qué estamos hablando? ¿De la discriminación social, sexual, racial y religiosa? ¿De los problemas globales, los documentos legislativos –organizaciones internacionales, derechos humanos, constitución ibérica–, el consumo responsable, la educación vial, cuidado del entorno, los medios de comunicación y su poderoso manto, o el nuevo modelo social predominante? ¿Dónde está el lavado de cerebro? ¿En la xenofobia, la homosexualidad, la pluralidad religiosa, en aprender a no correr con el coche o cruzar en verde? ¿Y no será todo esto una gilipollez más de esos padres gilipollas y estupendos que aparcan a sus hijos treinta horas semanales en la guardería de menores de edad para no tener que educarlos, pero que tampoco consienten que les den lecciones de civismo a los nenes ni a ellos mismos, que desconfían de los profesionales con un sesgo de entrenador de la vida fracasado y amateur, que sólo entienden de arrogancia y conceptos absolutos, que no conocen a sus hijos ni los quieren conocer, que hablan sin saber y temen lo que ignoran –o sea, todo?
¿Y no comprenden que la educación en valores no es una asignatura, es un vehículo de aprendizaje, común a todas las materias, heredera directa de las relaciones profesor-alumno, que los que convivimos con vuestros hijos ya les inculcamos nuestras ideologías éticas y ciudadanas en cada mirada, en cada gesto, en cada resolución de conflictos, con cada charla, cada arenga, cada pequeño detalle que nos acerca a ellos y nos aleja de vosotros? ¿No veis que ya tenemos que ser educadores de la vida, que la tutoría es la asignatura más importante, que nos jugamos su futuro en cada vez menos horas lectivas, y que vosotros, papis estupendos, hace tiempo que os picáis vuestras clases con ellos argumentando horas extra, compra semanal, pedicura, padel, madrid-barsa, plancha, escuela de idiomas, gimnasio, o mediante acceso ilimitado a Internet, x-boxes, extraescolares, equipo de futbito, whatsappes y demás biberones tecnológicos para no darles de mamar paternidad?
Para los que sí leen antes de hablar, incluyo el párrafo inicial de los criterios de evaluación de Educación para la ciudadanía para 1º, 2º y 3º de ESO en Aragón (Orden de 9 de mayo de 2007, del Currículo de ESO en Aragón). Miren si somos malvados y lavacerebros.

Criterios de evaluación Educación para la Ciudadanía (1º-3º ESO)
1. Identificar y rechazar, a partir del análisis de hechos reales o figurados, las situaciones de discriminación injusta hacia personas de diferente origen, género, ideología, religión, orientación afectivo-sexual y otras, respetando las diferencias personales y mostrando autonomía de criterio.
2. Participar en la vida del centro y del entorno y practicar el diálogo para superar los conflictos en las relaciones escolares y familiares.
3. Utilizar diferentes fuentes de información y considerar las distintas posiciones y alternativas existentes en los debates que se planteen sobre problemas y situaciones de carácter local o global.
4. Identificar los principios básicos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y su evolución, distinguir situaciones de violación de los mismos y reconocer y rechazar las desigualdades de hecho y de derecho, en particular las que afectan a las mujeres.
5. Reconocer los principios democráticos y las instituciones fundamentales que establece la Constitución española y los Estatutos de Autonomía y describir la organización, funciones y forma de elección de algunos órganos de
gobierno municipales, autonómicos y estatales, atendiendo también al carácter democrático de las instituciones aragonesas (Ayuntamientos, Cortes de Aragón, Gobierno de Aragón y Justicia de Aragón).
6. Identificar los principales servicios públicos que deben garantizar las administraciones, reconocerlos como un derecho ciudadano, valorar la contribución de todos en su mantenimiento y mostrar, ante situaciones de la vida cotidiana, actitudes cívicas relativas al cuidado del entorno, la seguridad vial, la protección civil y el consumo responsable.
7. Identificar algunos de los rasgos de las sociedades actuales (desigualdad, pluralidad cultural, compleja convivencia urbana, etc.) y desarrollar actitudes responsables que contribuyan a su mejora.
8. Identificar las características de la globalización y el papel que juegan en ella los medios de comunicación, reconocer las relaciones que existen entre la sociedad en la que se vive y la vida de las personas de otras partes del mundo.
9. Reconocer la existencia de conflictos y el papel que desempeñan en los mismos las organizaciones internacionales y las fuerzas de pacificación. Valorar la importancia de las leyes y la participación humanitaria para paliar las consecuencias de los conflictos.