¿Quién no ha oído –o escuchado– alguna vez a los vecinos dándose camboya de la buena hasta crujir el catre? ¡Pim, pam, toma, toma, que pum, que pam, que pum, no pares, sigue, sigue, no pares, ésta sí, ésta no, ésta me gusta me la como yo, bombas, bombas, qué pasa!
Seguro que tan explícitas onomatopeyas bakaladeras les habrán puesto en canción, pero por si alguno se ha quedado con Chimo Bayo o Toni Moog en lugar de visualizar los movimientos rítmicos, llenos de urgencias, de Manolo y María, les voy a contar mis últimas experiencias en hoteles –como oyente– y otras extravagancias.
En 2001 compartí piso por primera y última vez con una variopinta fauna de personajes. Entrañables unos, exóticos otros, destacó sobremanera un ecuatoriano discreto y trabajador, que tuvo a bien traerse a su novia sabrosona al piso. La anterior inquilina se había llevado la tele –todo porque era suya, hace falta ser egoísta– y dejó la casa más desangelada que un villancico en febrero. En tales circunstancias, toda la diversión que ofrecían mis veladas era leer o preparar clases, al menos hasta la primera noche que la colombiana pasó con nosotros. Fogosos gemidos desbocados insonorizaron mis silencios y los dejaron a la altura de la imaginación. La situación no podía ser más surrealista. Repitieron ritual y gritos tres noches. Después del tercer encuentro la colombiana saciada de empujones cruzó el pasillo rumbo a la higiene post-coital, me vio en el salón con cara de “quiero disimular y no sé que expresión hay que usar” y no volvió a retorcerse de placer, al menos con megáfono.
A las pocas semanas ambos se marcharon ante nuestra negativa a que (co)habitaran los dos y pagaran sólo por un dormitorio. Por cierto, aún nos deben un tercio del recibo de la luz. Volví a ver a la colombiana ardiente unos meses después, y para mi sorpresa ya no estaba con el ecuatoriano, sino con su hermano, que digo yo que también sería de Ecuador.
Hace quince días dí con mis huesos en un hotel de Leganés, y ni rastro del monstruo. Puedo asegurarles que no existe porque, en caso de nadar por allí, las paredes de papel de mi dormitorio me hubieran permitido escuchar sus sutiles aleteos. Decía pues que estaba en lo mejor de mi sueño cuando una voz femenina, dulce y cálida, me sacó de mis placeres oníricos. No, no era la vecina. Mi esposa no podía dormir por culpa de los negros de al lado, aunque mis ronquidos también hacían lo suyo. Y ahí nos plantamos, a las 6:55 de la madrugada, escuchando a los mandingos pegarse un homenaje de escándalo. Yo lo hubiera perdonado por otra cabezadita, pero es difícil conciliar el sueño con tanto gemido y chirriar de jergón. Y es que los colchones de muelles habrán hecho mucho por las fantasías auditivas, pero también han causado un daño acústico irreparable al descanso de millones de peones.
Y ustedes se preguntarán: “¿Y cómo sabían que eran negros? ¿Acaso follan diferente?” No lo sé. Supongo que igual que todos. Localizamos su raza porque los jodíos se pusieron a cascar después de fornicar. Y si hacían ruido jodiendo, hablando eran mucho más escandalosos. Ahí se notaba el acento africano. Yo no saqué más. Sólo quería dormir. Pero mi mujer me traducía su vida, obra y milagros. Ella tenía 24 para 25. Era prostituta. Y lo hacía siempre con preservativo. Luego volvieron a darle. Y luego otra vez al palique. A las 8 nos dormimos. Jodidos ellos, pero agradecidos nosotros.
Y hace tres días me topé con una extraña pareja en un hotel de Cantabria. Él tenía pinta de latin lover italiano. Ella era exuberante y excesiva. Bien, pues llamaban tanto la atención follando como paseando. Eran las 00:45 y empezó a oírse el colchón de al lado. Ella gemía con pasión sobreactuada, él con deseo desenfrenado. Empezaron suaves y acabaron en fuegos artificiales. Y el último gemido orgásmico de mi prima fue un alarido tan excesivo que los señores de la terraza empezaron a reírse ostentosamente. Desde luego el encuentro lo había merecido. Sólo les faltó aplaudir. Yo mientras pensaba en si podría dormir esa noche o tendría que esperar al relativo silencio de la playa, y también en si a la mañana siguiente nos iban a mirar con cara de “vaya polvo el de anoche” o si serían tan avispados de recordar que en las tres jornadas anteriores no dimos motivo de queja y que el coito ruidoso pertenecía a las entrepiernas de otros.
No sé porqué la gente disfruta follando en alto. Para que les escuchen, supongo. Les debe poner un montón. A mí no. Nada me desanima más que ser escuchado u oído cuando el sonido de la intimidad no debiera pasar de la puerta. Por eso bajaba el colchón al suelo cuando no tenía casa propia, porque la cama hacía un ruido de mil demonios copulando. Como en muchos aspectos de la vida, follar también se puede hacer con discreción o llamando mucho la atención de los que buscan descansar en paz aunque no sea eternamente. En fin, que hay gente pa’tó.
Seguro que tan explícitas onomatopeyas bakaladeras les habrán puesto en canción, pero por si alguno se ha quedado con Chimo Bayo o Toni Moog en lugar de visualizar los movimientos rítmicos, llenos de urgencias, de Manolo y María, les voy a contar mis últimas experiencias en hoteles –como oyente– y otras extravagancias.
En 2001 compartí piso por primera y última vez con una variopinta fauna de personajes. Entrañables unos, exóticos otros, destacó sobremanera un ecuatoriano discreto y trabajador, que tuvo a bien traerse a su novia sabrosona al piso. La anterior inquilina se había llevado la tele –todo porque era suya, hace falta ser egoísta– y dejó la casa más desangelada que un villancico en febrero. En tales circunstancias, toda la diversión que ofrecían mis veladas era leer o preparar clases, al menos hasta la primera noche que la colombiana pasó con nosotros. Fogosos gemidos desbocados insonorizaron mis silencios y los dejaron a la altura de la imaginación. La situación no podía ser más surrealista. Repitieron ritual y gritos tres noches. Después del tercer encuentro la colombiana saciada de empujones cruzó el pasillo rumbo a la higiene post-coital, me vio en el salón con cara de “quiero disimular y no sé que expresión hay que usar” y no volvió a retorcerse de placer, al menos con megáfono.
A las pocas semanas ambos se marcharon ante nuestra negativa a que (co)habitaran los dos y pagaran sólo por un dormitorio. Por cierto, aún nos deben un tercio del recibo de la luz. Volví a ver a la colombiana ardiente unos meses después, y para mi sorpresa ya no estaba con el ecuatoriano, sino con su hermano, que digo yo que también sería de Ecuador.
Hace quince días dí con mis huesos en un hotel de Leganés, y ni rastro del monstruo. Puedo asegurarles que no existe porque, en caso de nadar por allí, las paredes de papel de mi dormitorio me hubieran permitido escuchar sus sutiles aleteos. Decía pues que estaba en lo mejor de mi sueño cuando una voz femenina, dulce y cálida, me sacó de mis placeres oníricos. No, no era la vecina. Mi esposa no podía dormir por culpa de los negros de al lado, aunque mis ronquidos también hacían lo suyo. Y ahí nos plantamos, a las 6:55 de la madrugada, escuchando a los mandingos pegarse un homenaje de escándalo. Yo lo hubiera perdonado por otra cabezadita, pero es difícil conciliar el sueño con tanto gemido y chirriar de jergón. Y es que los colchones de muelles habrán hecho mucho por las fantasías auditivas, pero también han causado un daño acústico irreparable al descanso de millones de peones.
Y ustedes se preguntarán: “¿Y cómo sabían que eran negros? ¿Acaso follan diferente?” No lo sé. Supongo que igual que todos. Localizamos su raza porque los jodíos se pusieron a cascar después de fornicar. Y si hacían ruido jodiendo, hablando eran mucho más escandalosos. Ahí se notaba el acento africano. Yo no saqué más. Sólo quería dormir. Pero mi mujer me traducía su vida, obra y milagros. Ella tenía 24 para 25. Era prostituta. Y lo hacía siempre con preservativo. Luego volvieron a darle. Y luego otra vez al palique. A las 8 nos dormimos. Jodidos ellos, pero agradecidos nosotros.
Y hace tres días me topé con una extraña pareja en un hotel de Cantabria. Él tenía pinta de latin lover italiano. Ella era exuberante y excesiva. Bien, pues llamaban tanto la atención follando como paseando. Eran las 00:45 y empezó a oírse el colchón de al lado. Ella gemía con pasión sobreactuada, él con deseo desenfrenado. Empezaron suaves y acabaron en fuegos artificiales. Y el último gemido orgásmico de mi prima fue un alarido tan excesivo que los señores de la terraza empezaron a reírse ostentosamente. Desde luego el encuentro lo había merecido. Sólo les faltó aplaudir. Yo mientras pensaba en si podría dormir esa noche o tendría que esperar al relativo silencio de la playa, y también en si a la mañana siguiente nos iban a mirar con cara de “vaya polvo el de anoche” o si serían tan avispados de recordar que en las tres jornadas anteriores no dimos motivo de queja y que el coito ruidoso pertenecía a las entrepiernas de otros.
No sé porqué la gente disfruta follando en alto. Para que les escuchen, supongo. Les debe poner un montón. A mí no. Nada me desanima más que ser escuchado u oído cuando el sonido de la intimidad no debiera pasar de la puerta. Por eso bajaba el colchón al suelo cuando no tenía casa propia, porque la cama hacía un ruido de mil demonios copulando. Como en muchos aspectos de la vida, follar también se puede hacer con discreción o llamando mucho la atención de los que buscan descansar en paz aunque no sea eternamente. En fin, que hay gente pa’tó.