martes, 28 de septiembre de 2010

El sendero misterioso

Se adentra entre turgencias y volúmenes variopintos, flanqueado de materia prima, silicona o lactosa. Se sabe dónde empieza pero nunca dónde acaba. Esconde los misterios de la creación y los deseos prohibidos de los hombres. Su sola presencia aglutina miradas, pasiones y secretos, y las montañas que lo esculpen captan más interés que los ojos más brujos de toda la bellecería gitana.
Hablo, por supuesto, de esos deliciosos pasteles de erotismo con pezones como toppings: senos, tetas, pechos, peras, lolas, par de razones, perolas, (un calor que) tetorras, bustos, mamas, delantera o ubres. No hay curvas mejor puestas ni perdición más tentadora que dos de esas, ya saben, que tiran como dos carretas y más incluso. Los hombres (y algunas mujeres) matan por ellas, las soban con obscenidad, las besas con urgencia, pero sobre todo las contemplan con disimulo o descaro embelesador.
Una amiga me dijo un día: “Si quiero que un hombre me escuche me pongo un buen escote y ya verás tú si me atiende o no.” Debo contradecirla claramente. Ninguno atendemos. O mejor, desviamos la atención y el punto de mira unos veinte centímetros hacia abajo. No se puede evitar. Están allí y nos emborrachan de sólo mirarnos con esos penetrantes pezones que sólo les falta saber guiñar, pero que al paso que vamos seguro que lo aprenden.
Y las variedades: Infinitas, generosas, respingonas, de pezón de galleta, minúsculas, XXL, caídas, recauchutadas, empitonadas, pecosas, morenas con raya, sonrosadas, blancas como copo de nieve, prietas, expandidas, de coco, apropiadas, excesivas, peligrosas, sugerentes, prohibidas, de gimnasio, cubaneras, estriadas.
Nada fue más determinante que los senos para delimitar la frontera entre erotismo y pornografía. La primera corriente murió con el sexo explícito, las felaciones y los planos macro. La segunda desmanteló sujetadores y revistió a las tetas de sexo puro y muy duro. En los escotes revive esa primigenia sensación, no tanto de ver y recrearse, sino de imaginar dónde acaban las curvas y cómo se verán esos dos puntitos marcados a través de la blusa ceñida. Porque la imaginación a veces supera a la visión desnuda, y porque las mujeres no van en tetas por la calle pero sí asomadas al balcón. Palabra de honor. Y cuello cisne, francés, princesa, cuello de pico… No importa el tipo de escote; a menudo es carta de presentación de personas audaces y seguras de sí mismas.
Es complicado enfrentarse a unos pechos asomantes. Personalmente no me gustan. No me entiendan mal. Me resulta sumamente incómodo tener delante dos pechos insolentes que me dicen “mírame” y unos ojos encima que vigilan a dónde disparo la vista. Qué bueno –muchos hombres me entenderán- cuando la rival gira la cabeza buscando algo lejos de mi campo visual, o comprueba la hora, escribe o baja la cabeza. Ese instante es fugaz, breve, efímero, eterno y delicioso. Recorrer el sendero misterioso con unos cristalinos curiosos, inocentes y avariciosos cuando el vigilante se ha marchado a hacer la ronda al otro lado del campamento equivale a descubrir el cofre del tesoro y poder tan sólo entreabrirlo antes de que vuelva el inoportuno guardián (normalmente guardiana).
Nunca he tenido muy claro si a las escotadas les gusta que les radiografíen o prefieren que les hagas el feo. Hace mucho que controlo mis miradas para no aterrizar eternamente en senos ajenos, pero los vistazos casuales no parecen obedecerme; no importa lo inapropiada que sea la circunstancia o consideración social, siempre acabamos picando. ¿No podrían las damas llevar un invisible collarín que las dejara apuntando al cielo cuando nos hablan, o dotarnos a nosotros de unos buenos ojos compuestos con los que recrearse a gusto con un trozo de retina mientras el otro contesta visualmente a las impresiones de la interlocutora? El dilema parece infinito. Menos mal que las turgencias no morirán nunca y nos seguirán alegrando y perdiendo a la vez durante años y años de añorada inocencia, turbulenta adolescencia, apasionante juventud, reposada madurez y verderola senectud.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Muerte cinemascópica

Soy un hedonista de la psique bajo los efectos de las sustancias y sus revelaciones oníricas y alucinatorias. Vivo en un mundo que trasciende las convenciones de éste.

Ya sé que aún vive, que se hacen unas treinta películas al año, a veces una en el país, y que algunos actores pueden vivir de ello y no tienen que trabajar en otra cosa, pero vaticino el declive total y desaparición fulminante del cine.
Admitámoslo, no podemos competir con las escuelas. Esos sugerentes templos del saber donde se reparten conocimientos y cultura al por mayor, donde hasta trece maestros te insuflan vida a través de sus experiencias y razonamientos más intrínsecos. No es pues de extrañar que los colegios estén petados y los cines vacíos.
En cualquier caso, yo creo que lo que los hace tan distintos son las condiciones. Ya sabemos que el cine es frío en invierno y caldera en verano, que sus sillas de madera raída y esculpida de chicles y mocos dan más grima que ganas de ver a un tipo hablándole a una calavera. Encima hay que pagar por entrar. Si al menos dejaran comer algo o beber…
Fijaos en cambio en el instituto: Los sofás son anchos y espaciosos. Algunos incluso vibran cuando te explican los terremotos o el sonido del motor de explosión. Tienen dos huecos para botellas o vasos y está permitido comer, beber, tomar palomitas, morder chucherías... Sin embargo, la gente dice que lo mejor de la escuela es que si te entra sueño te dejan dormir. Luego despiertas y continúas la clase donde siga. Además es gratis. Hay quién incluso aprovecha el cole para dar rienda suelta a sus impulsos más bajunos. De todo tiene que haber.
En fin, que a mi entender no es el cine tan aburrido y el colegio tan divertido. Tal vez si cambiáramos un poco las instalaciones…

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Morbo mediático

Durante años y años de sufridas bazofias televisivas, de hijos trepas de condesas por papeles, de viudas o ex-mujeres de matatoros, de geólogas metidas a presentadoras infantiles, de cobayas showtrumanescas con ingesta abusiva de ni-ni con red bull, de prostitutas de lujo con coartada de top model, de cuñadas de cupletistas fallecidas, siempre pensé que la marujería y el morbo no iban conmigo. Obligado por el monopolio televisivo a tragarme programas basura, realities y cotilleo barato, encima disfrazado de experimento sociológico o trabajo ennoblecido hasta los paradigmas de la ética periodística y la justicia divina, he podido bucear casi hasta ahogarme en la miseria humana. Parece que nos encanta todo esto: el que entra, el que sale, el que grita, el que se cambia de sexo, el que dice que canta, el que sienta cátedra, el que rompe el molde, el que se acuesta con la hija del periodista que un día vio al padre del dentista que le sacó una muela del juicio a la viuda del peluquero que se acostó con el adivino que se metía los pepinos por el orbe.
Yo es verdad que estoy harto de periodistas del corazón, presentadores desviados, princesas del pueblo, folklóricos a medio operar, toreros con muchos cuernos en sus paquetes, biólogas, hijos de cantantes, frikis de la telerrealidad, viudas de famosos, bragueteros colombianos y otros panes sin sal. Es entonces cuando agarro el poder y lo paso a los deportes, que resulta tan superfluo como lo anterior pero un pelín menos sórdido. Pero no. Me estoy engañando. Lo que más disfruto de la información deportiva, quiera admitirlo o no, no son las jugadas bellas, ni los resultados de mis equipos en riesgo de extinción, ni las clasificaciones. Lo que más me gusta es el barro: Que el de la tableta de chocolate le haga un corte de mangas al público y le silben; que fulanito se tire a la mujer de menganito y luego le niegue la mano; que cabezoncito llegue último con su coche y le lluevan las críticas; que miguelito se cabree y rompa la raqueta de un ostión contra el cemento; que botijita se caiga en el potro; que cuadriculado expulse a redondito de la cancha porque no cuenta con él; que zutano pinche y tabano se escape con la bici en plan traidor; que al merengón le metan ocho.
Lo admito. Es mucho más divertido que las cosas vayan mal. Sobre todo viendo cómo está el mundo: que la gente se muere de inanición, por artillería o ahogada en un mar de penurias o un terremoto de adversidades. Comparado con esto, que arguellao falle un gol en la línea o que pepino se choque con un árbol por dejar que una felación de tres mil euros le impidiera reconducirse en la vida y en la carretera, comparado con eso, decía, me parece estupendo y me voy a reír a gusto. Y voy a pelarlos mentalmente como el resto de la familia hace con los salvados de lujo, porque en el fondo son todos una panda de marcianos con graves desviaciones egocentristas. Os lo dice uno que no quiere ser famoso escribiendo bazofia sobre la bazofia.

viernes, 3 de septiembre de 2010

El malvado violador de burkas

Ojos almendrados de elfo era la criatura más bonita que jamás hubiera visto Más largo que un día sin pan. Rondaba el cuarto de siglo y su sonrisa sincera se inundaba de dientes blancos y derroche de ternura. Sus ojos marrones de nougat concentraban la tonalidad de las almendras y una cierta irisación a miel. Su dulce expresión de azúcar completaba la receta. Semejante mirada y la amabilidad con que entregó a Largo sus nuevos pantalones reglamentarios parecieron convertir la tela de saco en seda y pan de oro. Pero cuando el larguirucho se probó su nueva talla 48 se llevó un buen chasco: Si bien tapaban sus infinitos tobillos, la cintura necesitaba un buen flotador. Y así marcharon ambos, Día sin pan y Ojos de elfo, como nueva patrulla de a pie.
Elfo era como Largo: Sencilla, prudente, amable y conformada. Amaba su patrulleo y no aspiraba a cobrar más de sus 978 € netos. Sólo sabía estar de buen humor y llevarse bien con sus colegas. Día sin pan creyó que había encontrado a su compañero perfecto, pero Ojos almendrados de elfo iba a ser mucho más que eso.
Todo era alegría y alborozo hasta que a los once días se toparon con una mujer islámica gritando y llorando desconsolada. Se abrazó a Ojos y se tapó el rostro apoyándose en su pecho. Había sido asaltada por un perverso y oscuro asaltador de musulmanas. No era la primera víctima: el malvado perturbado ya había atacado a seis mujeres árabes y les había arrancado el burka, saliendo corriendo con él. La población islámica estaba aterrorizada, y no sabían que retorcidos designios inclinaban al violador a desnudar a las pobres y devotas mujeres. Durante exasperantes turnos Elfo y Largo buscaron al desnudarostros sin suerte, revisaron miles de fichas policiales, hicieron más horas extras que un controlador aéreo, aunque sin cobrarlas, y empezaron a mentalizarse de su incipiente fracaso.
Entonces Día tuvo un chispazo de clarividencia que compartió con Ojos Almendrados de elfo. A los cuatro días de poner en marcha el nuevo plan, la pareja más simpática de proteger y servir le pusieron la cabeza del burkeador y la nueva medalla a Sota de Espadas en bandeja de plata. Todos querían saber cómo lo habían hecho y Largo explicó su plan. Recorrieron todas las asociaciones de musulmanes en la ciudad y repartieron millones de burkas con un ligero aroma a romero y cardomomo, inapreciable para el olfato humano, pero olisqueable para Perro que corre, el más sagaz de los agentes caninos. Tras varios intentos fallidos en domicilios árabes, el superchucho dio con un cuchitril en el barrio opuesto de la urbe, donde no vivían islamistas pero trece burkas se amontonaban en un baúl de mimbre. Siete de ellos llevaban el sello de cardamomo y romero.
El delincuente era un cuarentón con problemas económicos. Actuaba por cuenta de otro a cambio de dinero, y a pesar de ser juzgado por robo con intimidación y acoso, la pena acabó en treinta días por robo menor de 400 euros. El abogado era muy bueno, y seguramente pagado por el oscuro personaje en la sombra, al menos por lo que le dijo a Largo: “Mi jefe le desea un buen fin de semana, y le asegura que volverán a encontrarse como ya lo hicieran en el pasado.” Día sin pan y Almendrados de elfo se miraron con cierta preocupación: Esto iba en serio. A Sota de Espadas le retiraron la medalla tras la condena fallida, y exigió a los tortolitos que encontraran a ese misterioso capo con celeridad si no querían acabar recogiendo heces de los agentes montados a caballo.